En
Colombia los caminos de la ciencia son misteriosos, muestran rutas extrañas
para los éxitos y los fracasos. Hace poco vivimos la incoherencia de una
ministra, bióloga molecular, defendiendo las virtudes curativas del hongo Ganoderma
Lucidum luego de saltarse algunos pasos del método científico. Durante años
hemos visto como un lobista de laboratorio ha recibido recursos y
reconocimiento por sus intentos fallidos. Ha vacunado gobiernos y privados a
punta de entrevistas y expectativas frustradas. Siempre con la misma fórmula:
ensayo, error y presupuesto.
Pero
no todas las paradojas científicas han apuntado al fracaso. A finales del siglo
XIX y hasta cerca de la mitad del siglo XX, la ciencia colombiana celebró, en
relativo silencio, uno de sus mayores éxitos: la fabricación masiva de la
vacuna para la viruela. Una vez más la ruta fue misteriosa y un veterinario se
convirtió en el protagonista de un trabajo que salvó miles de vidas humanas.
En 1897
Bogotá comenzó a sufrir una epidemia de viruela que avanzaba al paso de las
carretas que llevaban los cadáveres a los cementerios marcadas por una bandera
amarilla de advertencia. Aquí es donde aparece Jorge Lleras Parra, un
veterinario con aires de inventor, amigo de los oficios manuales y que podía
fungir como plomero, latonero o aprendiz de talabartería según las necesidades.
El mismo año del inicio de la peste la Junta Central de Higiene lo nombró
director de Parque de Vacunación. Lleras Parra acudió a Claude Varicel, su
maestro en la Universidad Nacional, y comenzó a trabajar en la idea de producir
la vacuna. Dos pesebreras sirvieron con “laboratorio” para sembrar la vacuna en
las terneras, “ojalá coloradas y de pelo suave que son las que mejores cultivos
entregan”. El mismo veterinario describe los inicios de la tarea: “sin
elementos de ninguna clase, inventando y construyendo instrumentos y aparatos y
utilizando herramientas viejas y cuantos objetos nos podían prestar algún
servicio, principió el Parque a funcionar y el día diez de diciembre de 1897 se
hizo la primera remesa de vacuna al Ministerio de Gobierno”.
Lleras
Parra trabajó durante 42 años en el Parque de Vacunación que se movió por
diferentes sedes en la capital. Según sus propias palabras el cultivo y la
fabricación de la vacuna eran un trabajo que no tenía complicaciones de ninguna
clase. Primero cultivar las pústulas en las ubres de las terneras, luego tomar
las costras y trabajar para esterilizarlas sin que perdieran su poder de
inmunización. Y al final llevarlas a la glicerina para administrarlas. Durante
sus años de trabajo Lleras Parra produjo dosis suficientes para vacunar a 37
millones de personas. Además de artesano era una especie de virtuoso cocinero,
cuidando temperaturas, tiempos, rutinas, procesos: “En realidad, la técnica
consiste en ponerle cariño al trabajo y en no descuidar una serie de detalles
que, a primera vista parecen pueriles y tontos”.
En
América Latina solo México logró producir la vacuna contra la viruela para no
quedar a merced de los laboratorios extranjeros. En Colombia se demostró que el
trabajo de un hombre, y de su familia que ayudaba en la producción, fue
suficiente para lograr esa “soberanía inmunológica” que hoy tanto se extraña.
Lo que comenzó en un establo terminó como una hazaña nacional que mereció la
Cruz de Boyacá para su personaje principal. En 1979 se cerró el laboratorio
Jorge Lleras Parra en Bogotá. La viruela era una historia de horrores pasados,
había desaparecido del país y del planeta.