El 9 de diciembre de 1990 el ejército bombardeó Casa Verde mientras
Carlos Romero, dirigente de izquierda, intentaba convencer a la jefatura de las
Farc de una negociación que los sacara de la guerra y los llevara a la Asamblea
Constituyente. Casi un cuarto de siglo más tarde las Farc siguen calculando un
tiempo ideal que cada día los hará más débiles política y militarmente. Ellos
que hablan de historia y confían en que una mirada de largo plazo podrá redimir
parte de sus culpas, deberían revisar testimonios y memoria de los procesos de
desmovilización a comienzos de los noventa. Allí están algunas claves y
advertencias sobre su degradación y algunos aliados actuales, unas pistas del
rechazo que despiertan en la opinión pública, unas alarmas sobre el liderazgo
político que se aleja de sus estrategias.
Ahora que se habla de sus alianzas de ocasión y de las vueltas que da la
guerra vale la pena recordar que el M-19 sirvió durante finales de los ochenta
como una escuela de sicarios en algunos barrios de Medellín. En su momento el
EPL le criticaba al EME su flexibilidad en el reclutamiento. La disciplina no
era el fuerte de esas “milicias” y muchos jóvenes terminaron montando combos en
causa propia con las armas y el entrenamiento que les había prestado la
guerrilla.
En la historia del EPL también hay testimonios claros sobre los problemas
que trajeron los recelos iniciales, los cobros posteriores y los tratos
definitivos con los narcos. En los años setenta la guerrilla desdeñaba a los
mafiosos y alcanzó a destruir cultivos de marihuana en la Guajira y el
Magdalena. Pero poco a poco aparecieron coincidencias y necesidades comunes. Un
ejemplo pequeño y dramático: en Medellín, un grupo del EPL conocido como La
Estrella logró que la mafia de Itagüí les prestara armas. La historia terminó
con la muerte de activistas, universitarios y obreros que hacían parte de la
organización que en un momento decidió expropiar a los mágicos. En Urabá y
Córdoba algunos comandantes pasaban de la pobreza de la lucha insurgente a los
millones en el morral. Vivían por temporadas en las fincas y casas que les
prestaban los Galeano y les servían de banco en negocios que terminaban casi
siempre con tres muertos en la maleta de un carro. En 1986 Álvaro Camacho
Guizado escribía: “…si la guerrilla no se deslinda muy rápidamente del
narcotráfico para que el país tenga claridad en eso, se va a corromper y va a
perder cualquier posibilidad de respeto por parte de la ciudadanía”. Han pasado
casi 30 años y las Farc son ahora los mayores conocedores de la historia
nacional del narcotráfico. Han estado cerca de todas las purgas y todas las
sucesiones.
Cuando el M-19 decidió renunciar a la vía armada sin tener siquiera garantías
legales acordadas, la opinión los recibió con inesperada simpatía. “Nuestra
mayor victoria es haber vencido el medo a dejar las armas para asumir los
riesgos de la paz”. El riesgo le costó la vida a Pizarro y Navarro siguió el
camino que ya era irreversible. Mientras tanto Jacobo Arenas se refería al EME
como un “grupito disminuido, en decadencia, y en su peor momento político
militar”.
En Urabá, a finales de los ochenta, la gente cercana al EPL comenzó a
exigir una vía distinta a la guerra. Las elecciones mostraban una opción real
de poder y hasta una facción del partido comunista veía con buenos ojos la vía socialdemócrata.
Nada distinto pasa hoy con las Zonas de Reserva Campesina y la Marcha
Patriótica que comienzan a pensar en soluciones propias fuera de los cálculos en
La Habana. Una parte de las Farc pueden terminar en el negocio de la coca y las
minas, y muchos de sus posibles bases en las regiones tendrán un espacio
político propio sin necesidad de acoger a Márquez como un líder. Deberían
afanarse un poco.