Al fin se reencontraron Uribe y Santos. Luego de casi dos años de diferencias han coincidido en una motivación última y una estrategia política, aunque los sigan separando sus amigos y sus maneras. El articulito los ha puesto de perfil y de verdad que las siluetas coinciden. Colombia ya puede ir buscando un término para los escándalos que vendrán por cuenta de la vocación de servicio de ocho años de sus presidentes. Antes las cosas eran más sencillas, se trataba tan solo de aprobar el presupuesto y las peleas tenían arreglo. En época de Pastrana, siendo Santos ministro de hacienda, Uribe lo acusaba de haber comprado al Congreso con los puestos y las zalemas de siempre. Eran cosas del día a día.
Pero ahora está en juego un periodo presidencial y todo se complica. Los Uribistas podrán alegar que su hombre fue mejor negociador a la hora de abrir la puerta para ampliar su mandato. A cambio del articulito entregó apenas una burocracia de segundo orden y algunos “subsidios”: Dirección Nacional de Estupefacientes, Notarias varias, Invias, Fondelibertad, Findeter. Uribe tenía -y tiene todavía- un poder que Santos anhela y difícilmente conseguirá: fervor entre sus electores. De modo que podía cambiar el apoyo a sus ambiciones por el reluciente cartel de sus Consejos Comunitarios y sus correrías de eterno candidato. Sus abrazos valían oro.
Santos en cambio solo puede ofrecer los atributos del poder, no los del candidato. De modo que llegó al Congreso, con sus deseos irresistibles de ser aceptado por todos, y fue entregando porciones a cada uno de los interesados. En el lenguaje de las intensiones se llama “buscar consensos”, en el de los hechos se le conoce como “componendas”. Santos no tenía que cambiar la Constitución para reelegirse, pero sus cálculos políticos y sus temores electorales lo convencieron de que el silencio del Congreso bajo la unanimidad nacional y la venia de las Cortes eran indispensables. De modo que terminó entregando buena parte de los controles y sanciones constitucionales a quienes ejercen el poder. Todo mientras hablaba de biodiversidad en Río de Janeiro. Las virtudes de la desconfianza indican que es mejor ocuparse de la diversidad política del Congreso en la media noche de las reformas constitucionales.
Cuando el escándalo era inevitable el Presidente acudió al peligroso “estado de opinión” de Uribe. Dijo entre otras que el derecho no puede ir contra la lógica y que debe estar vinculado a las realidades políticas. Antes había dicho que los compromisos de su gobierno estaban por “encima de todo”. Estuvo cerca de hablar de su lucha “contra la corrupción y la politiquería”. Es cierto que Santos está “horrorizado”, pero no tanto con la reforma como con la posibilidad de un futuro cercano en los desiertos de Twitter.
En últimas, los escándalos súbitos de los gobiernos Uribe y Santos, surgidos cuando se respiraba un clima de aprobación general y la oposición era apenas un murmullo, no son más que una alerta frente a los riesgos de la unanimidad en el Congreso y los medios. El aplauso convence a los gobiernos de sus amplísimas potestades, los impulsa más allá de sus límites hasta que resulta demasiado tarde. Ahora Santos y Uribe están frente a frente y con las armas comunes a todos los políticos. A nosotros nos corresponde la desconfianza sobre los dos bandos.