Un
libro puede ser un buen antídoto contra las incertidumbres y los cables noticiosos
que reseñan las guerras inminentes. Esta semana los voceros de gobiernos con poder
suficiente para llamar a Putin dijeron que la invasión a Ucrania había
comenzado. Y el ministerio de defensa ruso dio parte de cinco soldados ucranianos
(saboteadores, los llamaron) muertos en territorio de su vecino. Y en efecto
Putin metió a su gente en las “repúblicas” separatistas de Ucrania. Mover
170.000 soldados solo para meter miedo era mucho gastar gasolina. Pero, ¿de
verdad puede haber una guerra que involucre a las grandes potencias de
occidente contra Rusia? Cuando la pandemia comienza a ceder es un buen momento para
pensar en un apocalipsis sin tapabocas.
En
1994 el historiador británico, nacido en Alejandría, Eric Hobsbawm publicó su Historia del siglo XX, un libro que se
ha convertido, para los legos, en un catálogo de esos 100 años que se apilan en
600 páginas. Para intentar una mirada a lo que pasa en la frontera entre
Ucrania y Rusia me dio por visitar algunos capítulos relacionados con la guerra
fría y la caída de la Unión Soviética ¿Es posible llevar los temores, las
precauciones y las amenazas de la guerra que no fue a la guerra que podría ser?
Seguro que sería al menos arriesgado y las salvedades aparecen por todas
partes.
Pero
del repaso también se puede sacar alguna relativa tranquilidad. Para Hobsbawm
la amenaza de una guerra atómica no fue una posibilidad ni en los momentos de
mayor tensión y paranoia. El botón atómico fue más un “recurso para necesidades
negociadoras”, para levantar el teléfono rojo instalado en 1963, o para mejorar
la posición política al interior de los países involucrados, una bandera
electoral en el caso de los Estados Unidos. Las dos potencias confiaban en su rival,
parecían tener la certeza de que el enemigo tampoco quería la guerra: “Esa
confianza demostró estar justificada, pero al precio de desquiciar los nervios
de varias generaciones”.
Incluso
durante la crisis de los misiles en Cuba la película demostró ser más utilería
que artillería. La URSS montó sus alardes en el caribe para responder a las
salvas de los gringos en Turquía. No solo había llegado la revolución, también la
candela estaba aquí no más. Al final, los misiles se retiraron de lado y lado.
Luego supimos que Kennedy tenía informes claros de que esos disparos no
amenazaban el “equilibrio estratégico”, mientras los proyectiles americanos en
Turquía fueron declarados obsoletos.
Desde
después de la Segunda Guerra mundial la Unión Soviética utilizó la
intransigencia como su gran arma, incluso antes de lograr el equilibrio
nuclear. Occidente copió la estrategia y todo derivó en décadas de paz y
negativas. La única intervención de los soviéticos por fuera de los territorios
donde estaba el ejército rojo después de la Segunda Guerra Mundial fue
Afganistán en 1988. La intervención de Estados Unidos en Corea y Vietnam
también dejó la Guerra Fría en tablas. Tal vez la larga mesa en la que Putin sentó
a Macron haga parte de la obstinación como arma secreta.
Ucrania
fue el primer país en salir de la órbita soviética cuando incluso el equipo
olímpico de la Comunidad de Estados Independientes tenía todavía el uniforme
puesto. Para Rusia no será fácil entrar a un país que hoy honra a los líderes
de la guerrilla independentista que en los años cuarenta llegó a tener 200.000
hombres. Hobsbawm cita a Thomas Hobbes para dejar todo empatado: “La guerra no
consiste solo en batallas, o en la acción de luchar, sino que es un lapso de
tiempo durante el cual la voluntad de entrar en combate es suficientemente
conocida”. Confío que estemos en ese tiempo.