Pinochet no podía creerlo. Llevaban ocho años preparando una elección para sostenerse con algo más que el terror. La trama era patética. Los comandantes de las fuerzas armadas designarían a un candidato para que fuera a las urnas y la gente decidiera sobre su idoneidad para un periodo de ocho años. No había rival, era sólo un SÍ o un NO para el señalado. Pinochet no estaba en la lista, se suponía que era un acuerdo de transición y que el “candidato” sería un civil. Pero Pinochet se antojó. “Si soy el mejor y el más fuerte, ¿por qué no puedo ser el comandante en jefe?”, pensó. Sus subordinados, los supremos militares, lo escogieron como candidato un mes y medio antes del plebiscito. La confianza era su signo. Los aduladores serían su sino. Es inevitable que los dictadores se alejen de la realidad y se concentren en las huecas noticias del palacio o el cuartel. Por eso muchos terminan en manos de las pitonisas, buscando los provechos del más allá.
Al final el dictador fue derrotado. El periódico Fortín Diario soltó el titular que marcó el regreso a la democracia: “Corrió solo y llegó segundo”. El No a Pinochet le sacó once puntos de diferencia al SÍ. Pinochet creía mucho en el terror y en los aplausos. Los mitos, los libros escritos por los militares que lo acompañaron en las horas de la derrota, dicen que les enseñó un decreto para desconocer los resultados. Pero las espadas de sus compañeros de armas ya eran solo pisapapeles. Nadie lo acompañó en la idea y no le quedó más que el parlamento del protagonista de una tragedia: “Es una gran mentira, una gran mentira… ¡Aquí sólo hay traidores y mentirosos!”, dicen que dijo. Estuvo un año más en el poder, cómo estaba pactado, y salió para su casa a descansar. Pero la confianza traiciona más que los leales. Unos años antes había firmado la Convención de Naciones Unidas contra la tortura. Con esa firma fue a juicio once años después de la derrota. Las urnas pueden ser un gran riesgo para las armas.
En Nicaragua Daniel Ortega estaba tranquilo. La guerra y la política eran una sola afición. La presión internacional, un acuerdo con los países centroamericanos y observadores internacionales, ablandaron al régimen para ir a las urnas. Seguía tranquilo. La idea era lavarse la cara con los votos. De nuevo la confianza era la consigna. El ego que deja el poder absoluto oxida cualquier duda. Las encuestas, todas, le daban más de quince puntos de ventaja al sandinismo. Violeta Chamorro, su rival, era apenas una “dama de blanco” contra un “gallo ennavajado”. Las elecciones eran a cuchillo. El cierre de campaña fue vibrante, la revolución brillaba: “para qué elecciones”, tituló uno de los diarios del Sandinismo. El 25 de febrero de 1990 Violeta Chamorro, candidata de la Unión Nacional Opositora, le sacó quince puntos de ventaja a Ortega. Un servicio militar obligatorio para enfrentar a los Contras había dejado 35.000 jóvenes muertos y el Sandinismo ahora era un club de oficiales. Ortega fue a la casa de Chamorro en la madrugada. No se sabe si quería consuelo, pero lloró frente a su rival: “¡Ay muchachito! no te preocupés que vamos a salir adelante y todo se va a solucionar”, le dijo la “dama de blanco” al hombre de luto. Lo cuenta su hija Cristina Chamorro. Ortega cambió de opinión al día siguiente y prometió seguir gobernando desde abajo, con la navaja y el poder popular. Chamorro contó en televisión aquella noche del llanto de su rival y ese bolero fue suficiente para sacarlo del poder. Muchos coinciden en que su brutalidad de hoy es un trauma de aquella derrota.
No es fácil que las dictaduras dejen el poder por las buenas y por las malas votaciones. Tienen un pasado horrido y juran que tienen un futuro asegurado. El rechazo de ese pueblo al que tanto apelan es su gran pesadilla. Pero el fruto está maduro.