miércoles, 24 de julio de 2024

De senectute

 




La política no es propiamente el arte de envejecer. Es sobre todo el acto de aparentar. Durante la vejez la mentira se hace cada vez más difícil. Con los años el cuerpo y la mente llegan a una sinceridad que raya con el descaro. Tropiezos, confusiones, sueños inesperados, chistes inadecuados, raptos inexplicables de asombro, risas misteriosas, entumecimientos. No hay máscara posible contra la vejez y las escalas pueden ser un enemigo mortal durante unas elecciones. El botox y otros artilugios de utilería son solo maquillaje para payasos.

Tal vez la única ventaja del anciano en el poder es que nunca tendrá la condescendencia de sus enemigos. Y no estará obligado a batirse contra los falsos elogios y el barniz de sabiduría para sus achaques y sus terquedades. El poder los hará envejecer duros, tal vez paranoicos y enfermos del ego que produce sostenerse durante años en la cuerda floja de la política, pero nunca engañados en el trono falso de la sabiduría y la bondad.  

Joe Biden acaba de ser vencido por su memoria y sus rodillas. Y por el contraste con su contendor con una oreja sangrante que lo convirtió en un joven combatientes a sus 78 años. Biden no se fue por su propia voluntad, lo sacó la soledad, otro de los grandes fantasmas de la vejez. También sus partidarios debieron ser rudos frente a sus cada vez más tristes intentos de fortaleza. Imitarse a sí mismo unos años más joven es una tarea fatigosa.

A sus 81 años, los mismos que exhibe Biden, Fidel Castro dejó su cargo como presidente del Consejo de Estado y comandante en jefe. Estaba seguro que tenía la sapiencia y la admiración de su pueblo. Pero solo lo protegía el temor reverencial. En su mensaje de renuncia dio a entender que había tardado en irse para no darle gusto a un adversario que hizo todo lo imaginable por deshacerse de él: “En nada me agradaba complacerlo.”, dice en una de sus líneas. Vivir y mandar como venganza a sus enemigos Dice además que no hablaba mucho de su salud para no ilusionar a su gente frente a las inevitables noticias del tiempo. No se creía inmortal, temía que sus ciudadanos se hicieran a esa idea. Los dictadores son siempre los ancianos más patéticos. Por eso Fidel dijo en su despedida que no quería aferrarse a un cargo.

Los manuales sobre la vejez como una era de silencio, gozo de las experiencias pasadas, cultivo de los placeres más sobrios y otras ideas sordas se ven flojos cuando los políticos intentan mantenerse en el poder. De senectute, el pequeño ensayo de Cicerón sobre la vejez, un texto de autoayuda escrito en el año 44 antes de Cristo, juega a la exaltación de la vejez con los argumentos conocidos desde los años de Matusalén. Las artes como escudo, la memoria como un músculo, la añoranza como una búsqueda posible, el cuerpo sabio que extingue los deseos más mundanos que apagan la luz interior, aunque él mismo se separó de sus esposa a los sesenta años para casarse con una joven pupila. Cicerón escribió su autoayuda a los 62 años, doce meses después su cabeza y su mano derecha fueron exhibidas por sus verdugos. No valieron sabidurías y quedó muy lejos de los 82 años de Catón el viejo, protagonista de su elogio a la vejez.

La política es casi un juego físico. Requiere de todos los sentidos para defenderse de la traición y de uno más para ejercerla. No deja espacio para la senilidad disfrazada de serenidad. A sus 90 años, Joaquín Balaguer, como presidente de República Dominicana, no podía leer los decretos que firmaba. Dijo que los hacía leer de sus visitantes ilustres para saber que sus funcionarios no lo engañaban. Solo le quedaba confiar en la palabra de los desconocidos. Estaba ciego, pero era realista.

 

 

 

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