miércoles, 20 de diciembre de 2023

Cuentos de navidad

Comprar Tres Cuentos De Capote Truman - Buscalibre 

El rifle eBook por Tomás Carrasquilla - EPUB Libro | Rakuten Kobo Estados  Unidos 

 

Puede ser Nueva Orleans, un pueblo de Alabama, Bogotá o las calles de Medellín. Puede nevar sobre un techo crujiente o llover a cántaros sobre las latas de un tugurio. Pueden alumbrar los espejismos de Papa Noel o el Niño dios. Todo eso es el papel regalo de los cuentos de navidad, la distintas escenografías detrás de las tragedias que se invocan, los destellos de alegría y colores sobre las más grandes miserias infantiles. Pero será necesario que los niños, ansiosos, trastornados por las expectativas y el frío, o por el sacol, sueñen con los regalos imposibles. Y que por un momento parezca que la noche será buena, pero no, siempre deben estar los familiares peligrosos y amargados, los amigos que desmienten la magia ilusoria de la noche esperada, la escasez frente a las vitrinas. Y los niños deben vivir con la ausencia de sus madres que brillan en el recuerdo más allá de la estrella que corona los árboles falsos. Está la felicidad de los que cruzan anónimos y el desamparo de los protagonistas. Porque los cuentos de navidad deben dejar algún amargo sobre esa fiesta de salsas dulces.

Truman Capote tiene dos de esos cuentos que deberían leerse acompañados de la novena. Dos historias autobiográficas que combinan algo de maldad y decepción con las dichas de los años de credulidad. Un gran fogón en una cocina oscura es la lámpara mágica de esas historias, y una tía anciana y excéntrica es la gran amiga del protagonista, su guía. El padre y la madre del niño están ocupados en sus ambiciones y sus enredos de ciudad. La tía, llamada Sook, se toma un trago de Whisky prohibido con su sobrino y bailan y alucinan. Hasta el perro bebe un poco y se le insinúa una sonrisa en su boca negra. La tía y el sobrino cocinan tortas de frutas para amigos de ocasión, para desconocidos que han saludado algún día, para un viajero entrañable que se varó frente a su casa. Las tarjetas de agradecimiento que envían esos amigos son el gran regalo, las esperan y las guardan cada año. Uno de los cuentos tiene una frase que debería estar escrita en todas las tarjetas de navidad: “La vida ya es bastante mala cuando tienes que prescindir de las cosas que te gustan a ti; pero, diablos, lo que más me enfurece es no poder regalar aquello que les gusta a los otros”. La dice Sook que sueña con poder regalar una bicicleta a su sobrino.

En los cuentos de Capote el padre ausente se lleva al niño a la ciudad y hace desaparecer las mentiras entrañables de la navidad. Delata a Papá Noel, muestra sus vicios y al final del desastre lo despacha, camino a Alabama, en medio de una borrachera agresiva. El niño, entregará a vuelta de correo, el más pequeño y valioso de los regalos para su padre.

En El Rifle, escrito por Tomás Carrasquilla hace algo más de 100 años, también está la ausencia de la madre y una “madrina” explotadora. El dolor es de un niño limpiabotas en Bogotá. Y están los contrastes de vitrinas relucientes y chinches andrajosos. Aparece también el resplandor de un regalo entregado por un rico anónimo, en plena calle, un rifle, claro, que hace que la noche se ilumine y los dardos sean las estrellas en medio de ese aguacero. Pero llega la chicha a la cabeza de la madrina y todo se nubla. Luego de la paliza, el niño termina rogándole a su madre muerta que lo lleve con ella.

Igual sucede con esa niña ensacolada en La vendedora de rosas, donde también se confunden las alucinaciones más ingenuas y las esperanzas más trágicas. Todo recuerda que las luces de ese mundo de navidad deben volver a la oscuridad de un cajón, enredarse y en lo posible fundir algún bombillo durante su larga espera. También en Última navidad en guerra, un relato de campo de concentración, a Primo Levi le roban su chaqueta con un poco de chocolate, galletas y leche en polvo. Ni los adultos se salvan de esa noche estrellada.

Cine colombiano: LA VENDEDORA DE ROSAS | Proimágenes Colombia 

 Ultima navidad de Guerra : Levi, Primo, Izquierdo Ramón, Miguel: Amazon.es:  Libros

 


miércoles, 13 de diciembre de 2023

Fumar sobre mojado

Incautan 12.665 gramos de marihuana escondidos en cajas en El Dorado

 

En 2024 se cumplen 30 años del fallo de la Corte Constitucional sobre la dosis mínima. Fue una revolución en un país donde la palabra marihuanero era todavía un insulto de lesa humanidad. La sentencia declaró inconstitucional artículos del Código Penal que imponían tratamiento médico a los consumidores de “cualquier droga que produzca dependencia”. El “manicomio” por cárcel, para decirlo en palabras de nuestra prehistoria. Se confundía consumo con drogadicción y se prometía una cura peor que la “enfermedad”. El resumen de la sentencia es sencillo. Un Estado que se dice defensor de la dignidad humana y de la libertad individual no puede imponer penas ni tratamientos obligatorios por conductas que no afectan los derechos o la autonomía de otras personas. No se puede educar a los ciudadanos mediante el derecho penal, sus facultades punitivas no pueden usarse para obligar a la sobriedad ni a otras supuestas virtudes.

Luego de la sentencia vino la histeria. “Una puerta a la drogadicción”, “las familias quedan desprotegidas”, “los menores en manos de los traficantes”. Si la marihuana puede producir cierta paranoia en usuarios primerizos o mal dispuestos, el miedo y la ignorancia llevan siempre a pésimos viajes. No había tales riesgos. Los artículos hacían parte de una persecución a los consumidores por parte de la policía. Por ese camino nadie se rehabilitó y nunca fue una herramienta útil contra los pequeños traficantes. Antes d internar a los consumidores había opciones más consideradas: quienes fueran sorprendidos la primera vez tenían un mes de arresto y los repitentes podían pasar hasta un año en la cárcel. Exagerado para el segundo pitazo.

Desde eso, lo que menos ha importado son las consecuencias sobre el uso o el acceso a las drogas. Se trata de un tema útil para los sermones y la política, esas dos escenas tan compatibles. Por eso en el debate y la angustia siempre aparecen las familias y los niños, las dos entidades más rentables en busca del diezmo y el voto. Para un buen número de ciudadanos las leyes y la policía deben proteger sobre todo una ficción: la posibilidad de un mundo sin drogas. Están seguros que el Estado debe combatir el mal ejemplo, espantar el humo, dar una lección a esos “viciosos”.

Luego 15 años del fallo vino el cambio constitucional impulsado en el segundo gobierno de Álvaro Uribe. La segunda reelección ameritaba empujar esa obsesión. “Toda persona tiene el deber de procurar el cuidado integral de su salud y de su comunidad.”, decía el articulito e invocaba medidas “pedagógicas, profilácticas, terapéuticas” para los “enfermos”. ¿Estado profiláctico? ¡Que bellos antecedentes! De nuevo la Corte corrigió la página. Se puede cambiar la constitución pero no hacerlo de tal manera que se desvirtúen derechos y garantías que hacen parte de su esencia.

Vía decreto Iván Duque pretendió un “golpe blando” a los consumidores. Imponer comparendos por llevar un moño en el bolsillo. Con la guía del prejuicio policial: “cuando la autoridad advierta la posible infracción de la prohibición de tenencia o porte de sustancias psicoactivas ilícitas…”. Eso condujo al abuso dirigido sobre todo a jóvenes entre 15 y 29 años, habitantes en barrios estrato 1, 2 y 3. Discriminación pura y dura. Se impusieron 186.000 comparendos en 10 meses y aumentaron las denuncias de abuso por parte de los agentes. Nadie pagó eso, fue solo una especie de escarmiento vía bolillo y libreta. De nuevo la Corte falló contra el decreto que permitía invalidar la constitución de manera solapada. Ha vuelto la histeria porque se acabó el incentivo al abuso, y las sanciones inconstitucionales. Un mal viaje puede durar treinta años.

 

 

 

 

 

 

miércoles, 6 de diciembre de 2023

El asesino de la serie

 

Medellín con tugurios UC

En 1983 la basura era el principal problema de Medellín. Una montaña de desperdicios, donde sobrevivían al menos tres mil personas todos los días, esperando los camiones recolectores, esculcando en compañía de los gallinazos, era la única caneca de toda la ciudad. Allí había un barrio de tugurios que era también la mayor vergüenza de ese Medellín que apenas acababa de inaugurar una terminal de transporte. A Moravia, como se llamaba el morro y el barrio, llegó tarde el Estado. Un cura revolucionario, Vicente Mejía, había estado a finales de los setenta predicando religión y política. Fidel Castro se llamó por entonces al barrio basuriego. La policía aparecía solo para los desalojos y el tren, que todavía rodaba, pasaba por la orilla del barrio dejando caer monedas y otros ripios.

Era el escenario perfecto para el nacimiento de un mito local. Fidel Castro estaba muy lejos y el padre Mejía ya estaba exilado. Entró el diablo y escogió. Pablo Escobar ya era representante a la cámara suplente y la construcción de Medellín sin tugurios marchaba con buen flujo de caja. Casas de “material”, conectadas a servicios, para dos mil familias. Escobar quería trabajar de la mano de la alcaldía pero las sombras ya estaban sobre su fortuna y fue imposible esa alianza público privada. Virginia Vallejo lo había lanzado unos meses antes al estrellato nacional en su programa ¡Al ataque!, con un vistazo a Moravia y una entrevista a Escobar. En marzo del 83 se anunciaba la “gran corrida de beneficencia” del programa Medellín sin tugurios, un mano a mano entre César Rincón y Pepe Cáceres. Publicidad política pagando. En un folleto de cuarenta páginas, entregado a los asistentes, estaba la información taurina y filantrópica: “El hecho de que un ciudadano ejerza la política, no le impide realizar obras sociales, ojalá todos los movimientos políticos emprendieran campañas de esta naturaleza.”

Apenas un año después Rodrigo Lara Bonilla fue asesinado por Byron de Jesús Velásquez, un joven de 18 años llegado a Bogotá para cumplir las órdenes de un capo todavía agazapado. En solo diez años, desde el homicidio de Lara hasta la caída de Escobar, Colombia vivió la más cruenta guerra de su historia de guerras cruentas. Pablo Escobar logró encerrar al presidente en el Palacio, cambiar el rumbo de la política, imponer reformas constitucionales, negociar su entrega y poner la semilla de los paras en cabeza de sus verdugos. “Su reinado fue intenso pero corto, pareció un siglo pero fue una década”, dice Alonso Salazar, autor de La parábola de Pablo.

Luego del terror, cuando el hombre ya estaba descalzo en la bandeja de la morgue, se multiplican las dudas: ¿Quién lo mató? Hay al menos tres que se adjudican el disparo; bueno, cuatro, porque la familia de Escobar asegura que se suicidó. Decenas de preguntas y mentiras oscurecen y alumbran al mito. Y vienen las anécdotas, su moto de dos colores para despistar a la policía, sus caminatas de incógnito por el centro de Medellín siendo el hombre más buscado del mundo.

El mito era inevitable y la vergüenza de ser su cuna y su tumba es un complejo típico de quien pretende exagerar sus virtudes. Borrar su nombre, esconder su cara, tumbar el edificio donde vivió, indignarse por la venta de souvenir de “plata o plomo” se parece mucho a los esfuerzos de los rezanderos contra el maligno. Pura e inútil superstición.

El venezolano que vende cremas en el cementerio donde enterraron a Pablo Escobar y hace de guía cuando los dos titulares de la “historia” están ocupados, habla con una sonrisa contenida con algo de reverencia. Los visitantes leen las lápidas y pisan la tierra con timidez, algo palpita ahí debajo, algo palpita treinta años después debajo del tapete donde muchos pretenden barrer a Escobar.