En 2024 se cumplen 30 años del fallo de la Corte Constitucional sobre la dosis mínima. Fue una revolución en un país donde la palabra marihuanero era todavía un insulto de lesa humanidad. La sentencia declaró inconstitucional artículos del Código Penal que imponían tratamiento médico a los consumidores de “cualquier droga que produzca dependencia”. El “manicomio” por cárcel, para decirlo en palabras de nuestra prehistoria. Se confundía consumo con drogadicción y se prometía una cura peor que la “enfermedad”. El resumen de la sentencia es sencillo. Un Estado que se dice defensor de la dignidad humana y de la libertad individual no puede imponer penas ni tratamientos obligatorios por conductas que no afectan los derechos o la autonomía de otras personas. No se puede educar a los ciudadanos mediante el derecho penal, sus facultades punitivas no pueden usarse para obligar a la sobriedad ni a otras supuestas virtudes.
Luego de la sentencia vino la histeria. “Una puerta a la drogadicción”, “las familias quedan desprotegidas”, “los menores en manos de los traficantes”. Si la marihuana puede producir cierta paranoia en usuarios primerizos o mal dispuestos, el miedo y la ignorancia llevan siempre a pésimos viajes. No había tales riesgos. Los artículos hacían parte de una persecución a los consumidores por parte de la policía. Por ese camino nadie se rehabilitó y nunca fue una herramienta útil contra los pequeños traficantes. Antes d internar a los consumidores había opciones más consideradas: quienes fueran sorprendidos la primera vez tenían un mes de arresto y los repitentes podían pasar hasta un año en la cárcel. Exagerado para el segundo pitazo.
Desde eso, lo que menos ha importado son las consecuencias sobre el uso o el acceso a las drogas. Se trata de un tema útil para los sermones y la política, esas dos escenas tan compatibles. Por eso en el debate y la angustia siempre aparecen las familias y los niños, las dos entidades más rentables en busca del diezmo y el voto. Para un buen número de ciudadanos las leyes y la policía deben proteger sobre todo una ficción: la posibilidad de un mundo sin drogas. Están seguros que el Estado debe combatir el mal ejemplo, espantar el humo, dar una lección a esos “viciosos”.
Luego 15 años del fallo vino el cambio constitucional impulsado en el segundo gobierno de Álvaro Uribe. La segunda reelección ameritaba empujar esa obsesión. “Toda persona tiene el deber de procurar el cuidado integral de su salud y de su comunidad.”, decía el articulito e invocaba medidas “pedagógicas, profilácticas, terapéuticas” para los “enfermos”. ¿Estado profiláctico? ¡Que bellos antecedentes! De nuevo la Corte corrigió la página. Se puede cambiar la constitución pero no hacerlo de tal manera que se desvirtúen derechos y garantías que hacen parte de su esencia.
Vía decreto Iván Duque pretendió un “golpe blando” a los consumidores. Imponer comparendos por llevar un moño en el bolsillo. Con la guía del prejuicio policial: “cuando la autoridad advierta la posible infracción de la prohibición de tenencia o porte de sustancias psicoactivas ilícitas…”. Eso condujo al abuso dirigido sobre todo a jóvenes entre 15 y 29 años, habitantes en barrios estrato 1, 2 y 3. Discriminación pura y dura. Se impusieron 186.000 comparendos en 10 meses y aumentaron las denuncias de abuso por parte de los agentes. Nadie pagó eso, fue solo una especie de escarmiento vía bolillo y libreta. De nuevo la Corte falló contra el decreto que permitía invalidar la constitución de manera solapada. Ha vuelto la histeria porque se acabó el incentivo al abuso, y las sanciones inconstitucionales. Un mal viaje puede durar treinta años.
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