Los símbolos están hechos para movilizar, pensados para la reverencia y la inspiración, para la propaganda y los honores. Flores y llamas suelen acompañarlos en sus fechas memorables, bien sean estatuas impasibles o escudos o banderas altivas. Hace unos días, dos de esos símbolos movieron las opiniones de sus devotos y sus malquerientes. Emblemas contrarios acosados por las mismas encrucijadas: ¿Se pueden tocar los símbolos, se puede borrar su significado, merecen respeto irrestricto, pueden ser sacrificados?
Primero fue el escudo de Colombia donde el cóndor fue coloreado de rosa –no por el tema Barbie– como “un símbolo de reconocimiento y celebración de la diversidad por la orientación sexual e identidad de género”. Inmediatamente saltaron los patriotas al considerar un insulto a la patria y un asalto a la historia ese cambio fugaz. Para ellos sería imposible ponerse la mano en el pecho ante ese “dibujo” irreconocible. Para los indignados por ese sacrilegio hay historias que no pueden cambiar, lo importante para ellos son los años no los significados, ven el escudo nacional como una pieza arqueológica en una urna. Pero resulta que los escudos se oxidan, van perdiendo su brillo y cada tanto no está mal darles algo de lustre o deslustre ¿Por qué el escudo no le puede hacer un guiño a un principio constitucional? Solo el conservadurismo más añejo y el sesgo político pueden ver un ataque o un insulto en esa paleta de colores.
El segundo ataque simbólico ocurrió en uno de los muros del auditorio León de Greiff en la sede de la Universidad Nacional en Bogotá. La imagen del Che Guevara, pintada en ese muro desde mediados de los setenta, fue blanqueada en medio de obras de reparación y remodelación del edificio, según dijo la rectoría. Y aparecieron los gritos de los revolucionarios tradicionales, de los cubanos incondicionales, cantaron a Silvio y prometieron pintarlo de nuevo, “una y mil veces”. La grandilocuencia siempre acompaña a los símbolos, sean de bronce o de estuco. Para muchos la figura del Che, la mirada de esa foto icónica mientras veía pasar una marcha fúnebre, hace parte de la historia de lucha del estudiantado. “Borrar su imagen es borrar la memoria histórica”, dijeron. Un argumento que puede servir para defender la estatua de Colón o Belalcázar. El Che llegó a la plaza para reemplazar una estatua de Santander que adornaba ese espacio. Un 8 de octubre fue decapitado Santander y bautizada la plaza en homenaje al “guerrillero heroico”. Los hermanos San Juan, Alfredo y Samuel, lideraron la primera pintada y fueron desaparecidos por agentes del F-2 unos meses más tarde. Esa historia pone una carga especial sobe el grafiti del Che. Pero al igual que el escudo la figura del Che también pierde lustre, y en los tiempos de las estatuas decapitadas y la historia revisada el argentino también puede merecer una encalada. De nuevo un conservadurismo, ahora revolucionario, se duele del ultraje a un símbolo que considera intachable a pesar de sus muchas tachas. La política evoluciona aunque el régimen cubano piense lo contrario. La discrepancia también puede llegar a los muros, los estudiantes cambian de prisma. La universidad que siempre se dice abierta a los debates, plural y lejos del dogmatismo no puede encumbrar una figura soberana en sus espacios públicos. Una postura más cercana de la monarquía que de la academia. En los años sesenta los guardias rojos obligaron a plantar una estatua de Mao en la universidad de Tsinghua, fue el molde para las miles que se instalaron en todas las provincias. Propaganda y dogmatismo.
Inspiran mayor confianza quienes miran los símbolos con algo de desdén, quienes se niegan a venerarlos y soportan un cambio en sus fases y en su faz.