Yevgueni Prigozhin es un temerario del tamaño de los suicidas más decididos. Una condición para nada sorprendente en el jefe de un ejército de mercenarios con cincuenta mil hombres en la avanzada de Rusia en Ucrania. Lo que parece increíble es que haya llegado a las puertas del Kremlin por sus modales de maitre, por ser el hombre de las delicadezas en la mesa de Vladimir Putin. Un personaje para los trabajos más duros y para las funciones más delicadas. Está bien, en últimas los grandes chefs también son de algún modo los mejores carniceros.
Pero esa no es su única extravagancia. La más grave acusación a Putin en medio de la rebelión que lo llevó a doscientos kilómetros de Moscú, muestra las palabras de un moderado, de un guerrero que quería la paz. Las acusaciones al ejército de Putin por su propaganda y sus fracasos son una verdad que más que atentar contra el presidente pretendían darle un consejo, mostrarle que lo estaban engañando. Y Prigozhin tenía como saberlo, con un ojo en las tropas de Ucrania frente a sus hombres, desafiantes, y uno más en las tropas rusas detrás de su ejército, expectantes por no decir temerosas. La acusación que lo hace un hombre tan ponderado como peligroso tiene que ver con los motivos del inicio de la invasión. El mercenario mayor dijo que la “operación especial” se inició con falsos pretextos ideados por el ministerio de defensa, que fue innecesaria y que la OTAN no era una amenaza para la federación rusa. Señalar ese error inicial es una acusación directa a Putin, no la denuncia de un error operativo sino el señalamiento de una decisión descabellada. Prigozhin resultó entonces un pacifista que mira hacia atrás y ve la guerra como una acción precipitada e inútil.
Es difícil imaginar a un Putin conciliador luego de lo que llamó una “puñalada por la espalda”. La traición es la palabra más temida en los palacios rusos de los zares y en las oficinas de la URRS. La paranoia es una enfermedad nacional. Luego del desafío inicial se dijo que Putin había negociado una indulgencia y que la afrenta sería una simple anécdota. Pero esa supuesta tranquilidad duró solo un día y de nuevo el presidente salió a mostrar su cara impasible. Putin no cree en esa tontería de que la venganza es un plato que se sirve frío. “Los organizadores de la rebelión, traicionando a su país, a su pueblo, traicionaron también a quienes se vieron envueltos en este crimen. Les mintieron, les empujaron a la muerte…”, dijo Putin en su última alocución en la que además defendió a los rasos del grupo Wagner.
Para muchos se viene una purga, otra de las palabras preferidas entre el poder zarista, soviético y ruso. Y aquí aparece un hombre y un recuerdo de la gran purga stalinista a finales de los años treinta. Serguei Kirov fue asesinado el primero de diciembre de 1934. Inició como guerrero revolucionario en el Cáucaso -su alias hace referencia al rey guerrero de los persas- y terminó siendo un personaje clave en el Comité Central. Su gran pecado también pasa por las opiniones moderadas frente a la colectivización impulsada por Stalin. Criticó las ejecuciones y la represión sin tregua a los campesinos. Retó a Stalin por su popularidad en las votaciones del Congreso del Partido en 1934. Stalin besó su cadáver en el entierro y comenzó la purga para advertir a los desafiantes. Más de 43.000 oficiales fueron “reprimidos”. Stalin tenía la idea de que todo se iba pervirtiendo y cada tanto era necesaria una limpia: “Nuestro partido es un organismo vivo. Como todos los organismos vivos experimenta un proceso metabólico: lo viejo y gastado se expulsa, lo nuevo y floreciente vive y se desarrolla”. La pregunta es si Putin logrará ser parte de lo nuevo y floreciente o si ya es parte de lo viejo y gastado.
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