En
junio de 1991 el helicóptero de la gobernación de Antioquia recogió a Pablo
Escobar en el oriente, cerca a Medellín, y lo llevó hasta La Catedral. Ese
mismo año la ciudad tuvo la cifra más alta de homicidios en su historia, 7081
según los datos de la policía. Para hacerse una idea de la dimensión de esa
violencia basta decir que la tasa de homicidios por cien mil habitantes en ese
año pavoroso llegó a 450, este año estará rondando los 15 homicidios por cien
mil habitantes. Un año antes de la entrega de Escobar la revista Semana traía
un titular con un interrogante que era a la vez un intento por entender qué pasaba
en la ciudad de un millón y medio de habitantes: ¿Guerra civil en Medellín?
Pero
la idea más clara de la vida en los barrios del norte, en las laderas, la
entregaron dos libros, documentos los llamaron en su momento los autores,
publicados hace 30 años con apenas siete meses de diferencia: No nacimos pa semilla de Alonso Salazar
en agosto del 90 y El pelaíto que no duró
nada de Víctor Gaviria en marzo del 91. Los libros, con objetivos y miradas
distintas, dejan oír unas voces que se superponen, un pequeño coro de odios, caos
y tragedia que en medio del parlache muestra las historias que ocultaban las
estadísticas, los magnicidios y la segregación.
Hace
poco miraba desde el Cerro El Volador esas comunas iluminadas por el sol, ese
mapa de ladrillo en las laderas, y pensaba cómo ese pequeño espacio, esa
barriada creciente, marcó nuestro lenguaje y tragedias nacionales, nuestra
imagen en el exterior, nuestra música, cine, literatura. Un volcán en las
laderas. El mundo del barrio cambió su lógica en solo una década y la
explicación más sencilla la entrega Wilfer, el narrador de El pelaíto que no duró nada: “Es que este mundo es doblado”, dice
recordando las traiciones diarias en esa vida al filo, la manera en que todo el
mundo se lleva con la doble, las venganzas infantiles que terminan en muertes,
los caprichos que se resuelven con el fierro.
Los
autores hablan de una especie de insurgencia juvenil que no tenía solo los
acordes y los gritos del punk sino las herramientas desmesuradas del
narcotráfico, la plata y el plomo. En las comunas no había una guerra contra el
Estado sino un reclamo desmesurado, un desprecio expresado por medio de una
vida de fuego: deslumbrante, efímera, explosiva.
La
certeza de una muerte temprana es la protagonista, por eso Wilfer sabe que a su
hermanito se lo van a “quitar, a arrebatar”; por eso en el primer capítulo de No nacimos pa semilla Toño dice que su
“negocio es la muerte” y cuenta con gracia las celebraciones después de los
homicidios, “yo ya tengo 13 muertos encima…Y si me muero, me muero con amor”;
por lo mismo la madre del pelaíto aprende a aceptar esa condena: “Ah, mi hijo
se fue porque las debía… La muerte es la única penitencia para eso”.
Gaviria
y Salazar lograron romper esos guetos ásperos por caminos distintos. El arte,
la vía trazada por un poeta de barrio como Helí Ramírez, en el caso de Víctor
que sabía que solo los actores naturales, la voz de la cancha y el parche, podían
contar esas muertes de todos los días; las pistas de los curas que veían lo que
estaba vedado para las autoridades y sus recuerdos en la Comuna 8 en el caso de
Alonso que buscaba palabras, un nuevo vocabulario, para explicar las
transformaciones de las calles conocidas.
Solo
en un pequeño aparte en los libros los nombres de los autores se encuentran,
Salazar le da la razón a Gaviria cuando dice que en esos barrios la “única ley
que funciona es la ley de la gravedad”. Sin duda Medellín es otra, pero los
barrios siguen marcados por esas tragedias y esos poderes hoy más domésticos y
soterrados.
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