Ordenar
la violencia es el principal objetivo de los investigadores judiciales. Darle
un nombre a las víctimas y a los victimarios, encontrar las evidencias y
disponerlas según un método para que tengan significado, buscar un dato en el
caos de los restos luego de los ataques, aventurar hipótesis tras el poder de
clanes y capos. Las epidemias de violencia hacen cada vez más difícil esa
tarea, una especie de inercia del desconcierto y el miedo logra que el crimen se
convierta en una presencia borrosa e indiscriminada.
Hace
poco recibimos en Medellín al fotógrafo caraqueño Juan Toro Díez y su
exposición Expedientes que recoge un trabajo de siete años tras diferentes
huellas de violencia en Caracas. Es extraño servir como una especie de guía de
cierta esperanza recorriendo a Medellín, una ciudad que hace algo más de veinte
años era el paradigma mundial del crimen. Hoy en día Caracas sufre en un mes
los mismos homicidios que Medellín sumó en todo 2015. Y la calle se ha hecho
prohibida luego de las siete de la noche, como pasaba con Medellín a finales de
los ochenta y comienzos de los noventa. Los centros comerciales tiran las rejas
luego del fin de la película de las 5:00 P.M. y los velorios tienen siempre la amenaza
del contra ataque. Mientras caminaba el centro de Medellín, una supuesta trampa
para muchos de sus habitantes, Juan Toro respiraba aliviado y reseñaba los
delirios de las ciudades claustrofóbicas. En medio de una risa amarga recordaba
la paradoja que resulta ver desde Caracas las series sobre Pablo Escobar y la
violencia homicida en ese Medellín de leyenda. Muy seguramente Caracas tendrá
su serie en unos años, un drama que registre los más de 5000 homicidios anuales
en sus calles.
A
falta de datos oficiales y en medio de un exceso de evidencia, Toro Díez
terminó convertido en un recolector luego de los estragos en la capital
venezolana. En estos años se ha encargado de preguntar por el cerrojo de los
que se fueron, retratar las llaves de los apartamentos que quedaron en venta
luego de la huida. Buscar el plomo, encontrar su deformidad única tras el
estallido de las balas. Rastrear las etiquetas de la morgue como una primera
lápida, un último número para otra de las filas de cada día. Las piezas de sus Expedientes están
registradas con el esmero de quien construye un museo propio del espanto
colectivo, de las estampidas y la impotencia, de la rabia y el mando. Estas
pruebas no buscan una condena individual, solo entregan un alegato basado en
piezas de cajón y basura, en rastros desechables e imprescindibles.
“Si me
preguntas que es lo mejor de Chávez yo te diría que él despertó un país que
estaba dormido políticamente, tanto para los que lo apoyaban como para los que
no”, dice el Juan Toro desde su versión de fotógrafo que terminó haciendo las
guardias de los periodistas de diarios de sucesos y los médicos legistas. Ahora
la violencia ha desbordado la política, las consignas han quedado atrás y las
milicias se han convertido en colectivos que dominan barrios y rentas. Para
muchos la política se ha convertido en una simple etiqueta para identificar
posibles víctimas. Se pasó del discurso público y solidario al ataque armado
por las ganancias privadas y la supervivencia.
En
ocasiones, unos buenos retratos del exterior pueden dar una idea clara de
nuestro presente y una buena memoria de nuestro pasado.
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