El Estado tiene habilidades medianas
para perseguir, empujar, llenar planillas, buscar cuerpos y hacer reseñas. Por
el contrario, sus posibilidades de convertirse en consejero eficaz, de servir
como terapeuta, de prodigar paciencia y esperanza para los ciudadanos
alucinados y errantes son muy limitadas. Nuestras ciudades tienen problemas
para mantener en los salones y en el uniforme escolar a los jóvenes de 15 años,
apenas si logran llamar a lista con algún juicio a sus empleados y convocar con
el cepo de las multas a los infractores de tránsito. De modo que siempre será
algo ingenuo, tal vez necio, pretender que los adictos al bazuco y a la intemperie,
que los ciudadanos con la voluntad más estropeada, respondan a sus llamados, se
ordenen tras la olla de aguaepanela y suscriban los compromisos que demanda el
código de policía. En esa tarea el Estado todavía va casi siempre con la espada
y la cruz, entiéndase el bolillo de los policías y alguna institución religiosa
que les sirve como “operador” en las tareas sociales a punta de almuerzo, jabón
y tijera.
Hace tres años y medio el presidente
Santos dio una orden tan perentoria como imposible de cumplir. En medio de un
discurso les pidió con énfasis fingido a alcaldes y policías de veinte ciudades
que acabaran con las ollas de vicio. Llegaron, entonces, los gases lacrimógenos
para desocupar las chimeneas del bazuco y se levantaron nuevos “campamentos” en
zonas aledañas. En Medellín, por ejemplo, los callejosos salieron de la Avenida
De Greiff y llegaron hasta las inmediaciones de la Plaza Minorista. La orilla
del río hacía parte de las nuevas “instalaciones”. Un pequeño pueblo de
zarrapastrosos, de caminantes, de desesperados, de ilusos, de flacos. No de
vagos. Porque el bazuco es caro y su vida es barata. Si el Estado resulta
inepto para conducir a la tribu, los vendedores de bazuco conocen muy bien la
válvula a presión de esas ollas y cómo se mueve y se asienta su público. Los
habitantes de calle están muchas veces entre el desalojo obligatorio y el
reasentamiento forzoso. Unos los mueven y otros los anclan. El último desalojo
terminó en Medellín con la explosión de un petardo a la espalda de un vagabundo,
cuatro muertos entre los habitantes de esa ciudad al pie del río y seis
policías heridos. Era un recado de uno de los grupos mafiosos a sus rivales en
ese parque temático de pipas hechizas, pegantes y picaduras varias.
No se trata de la absoluta
resignación frente a esa horda imposible. Pero tal vez sea necesario un poco de
realismo. Las políticas públicas juegan en este caso entre la comodidad de la
quietud y los estragos que genera alborotar esos nidos ocultos y a la vista de
todos. No es fácil lograr un equilibrio entre la lucha contra quienes controlan
los emporios de consumo con todas las crueldades imaginables y sus víctimas y “protegidos”
bajo los cartones y tras los escombros. Bogotá y Medellín tienen dos pequeños
pueblos de desarrapados cerca de sus centros. Sus cupos para un tratamiento
adecuado apenas si llegan al 10% de la población que deambula y consume. Cerca
del 20% de esos hombres y mujeres de calle llevan más de veinte años en las
drogas y el desamparo. Muchos otros son jóvenes todavía deslumbrados por la
promesa de la coca a medio cocinar. Unos más son consumidores “responsables” y
trabajadores informales. Tratamientos diferenciados, necesidad del apoyo familiar
y en algunos casos un consumo administrado por el Estado pueden ser algunas de
las respuestas. Pero el trabajo duro está en la calle y no en el diagnóstico de
papel.
No hay comentarios:
Publicar un comentario