Nayib Bukele exhibe su alegría visitando el Centro de Confinamiento del Terrorismo (CECOT), la cárcel que acaba de inaugurar a unos setenta kilómetros de San Salvador. Recorre el penal inmaculado bajo los reflectores de luz blanca, mira su obra desde una de las garitas, inspecciona con gozo las celdas de castigo. Todo está nuevo y en orden a la espera de los detenidos. Los megáfonos y los rifles, el gimnasio para los guardianes, los escudos antimotines, las cámaras de reseña, las pistolas para las descargas eléctricas, los taladros en los talleres de trabajo forzado. También los funcionarios, encargados de las oficinas o las celdas, parecen nuevos, recién comprados a algún proveedor. Hay cuarenta mil personas listas para estrenar la fortaleza. El edificio es también una advertencia y una celebración de su régimen de excepción en la lucha contra las pandillas que ha dejado más de sesenta mil detenidos en diez meses. Revisando uno de los escáner que retratará a los presos al entrar suelta una frase reveladora: “Se ve incluso adentro del organismo, se ven los pulmones, los huesos…” Es una precaución para evitar que los presos lleven manuscritos o mensajes para sus compañeros. La luz contra el hampa.
Durante su gobierno las torturas a los presos han sido publicitadas. Bukele está orgulloso del maltrato a los detenidos y ha amenazado con no darles un grano de arroz si sus compinches usan la violencia en las calles. El presidente puede disponer de los reclusos, dejar caer unos granos sobre sus jaulas si se portan bien. Y ha peleado hasta con los muertos: hace unos meses mostró con gusto como obreros contratados por la policía destruían las tumbas de pandilleros muertos. Las señas de las maras, sus letras y distintivos, están prohibidas hasta en los cementerios.
La celebración de esa cárcel, con un cerro de dos picos a su espalda, recuerda los peores alardes penitenciarios de los últimos años: Guantánamo y Abu Ghraib. El presidente de El Salvador hizo referencia a Guantánamo cuando Estados Unidos cuestionó la violación de Derechos Humanos bajo su gobierno. Cómo diciendo, ustedes nos enseñaron cómo se gestiona el terror. Lo suyo no es esconder sino exhibir. En el libro La balada de Abu Ghraib, escrito por los periodistas Philip Gourevitch y Errol Morris, se cuenta la inauguración de la versión gringa de la cárcel que en tiempos de Sadam llegó a tener 150.000 reclusos. Llevaron en buses a la primera promoción de guardias iraquíes a sus familias, hubo música y una recepción especial para periodistas. El director de la cárcel también estaba orgulloso de su trabajo: “Habíamos acondicionado todas las celdas. Teníamos literas, teníamos colchones, teníamos toallas, teníamos crema de dietes…” Estaba todo nuevo. Los norteamericanos llamaban milagro a esa cárcel renovada.
Luego los presos entraron a la peor de las condiciones. El limbo jurídico, la necesidad de obtener información, el desprecio por sus vidas y el ánimo de venganza de los triunfadores. Un manual de 17 páginas describía las posibles técnicas de interrogatorio. Aislamiento hasta de treinta días, posturas de tensión y dolorosas, privación de sueño, amenaza con perros. Nada de eso era tortura, solo “técnicas de contrarresistencia”. La tortura, según el manual, iba un paso más allá: “infligir dolor equivalente en intensidad al dolor que acompaña una lesión grave, como el colapso de un órgano vital”.
Bukele no quiere manuales. Todo es claro y sencillo bajo sus reflectores. Habla de su triunfo y lo explica: “¿Cómo lo logramos? Metiendo a los criminales en la cárcel. ¿Hay espacio? Ahora sí. ¿Podrán dar órdenes desde adentro? No. ¿Podrán escapar? No. Una obra de sentido común.”
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