Parece
inevitable, las olas de culpa y contagio son coincidentes en todas partes. Y el
plural se usa de forma automática para los golpes de pecho: “por nuestra culpa,
por nuestra culpa, por nuestra gran culpa…” Hace unos días escribía Martín Caparros
que si algo se recordará de esta pandemia es la forma en que la ciencia doblegó
a la religión en asuntos de vida o muerte por primera vez en siglos. Reseñaba
que el látigo se guardó para dar paso a los modelos epidemiológicos. El
Vaticano recomendó abrir a medias en Semana Santa y dejar las representaciones de
la pasión de Cristo para la televisión: “Llóralo en casa”, parecía decir el
anuncio episcopal.
Pero quedó
claro que la culpa no se resigna y se ejerce desde el discurso científico,
político o social. Y pronto convierte el mea
culpa en acusaciones. Presidentes, alcaldes, policías, médicos y la
responsable infantería de las redes sociales han señalado a los causantes del
desastre, bien sea libertarios o adolescentes, frívolos de fin de semanas
disfrazados de liberales, jóvenes egoístas sin seso, individualistas que solo
creen en sus derechos. También el capitalismo inmisericorde lleva a la gente
hasta el trabajo en una infame disyuntiva cercana a aquella de la “bolsa o la
vida”. “Somos una plaga”, concluyen desilusionados quienes no pueden creer que
los humanos no teman a los modelos ni atiendan durante más de un año los cercos
epidemiológicos. Bien podrían dejar caer una maldición y un comparendo.
Este
fin de semana vimos como unos turistas salieron esposados de una playa en Santa
Marta por violar las cuarentenas. Y fue noticia la incautación de cuarenta
cajas de cerveza en Luruaco, y la alcaldía de Barranquilla muestra con orgullo
escenas cercanas al abuso policial por los “controles” a quienes se escampan
del calor en los quicios de las puertas. Una buena parte de la gente celebra el
rigor y los médicos han comenzado a insinuar que tal vez solo valga la pena arriesgarse
por los enfermos íntegros y responsables. Una sencilla novelita de poca ciencia
y algo de ficción podría aventurar una pandemia en tres años en la que se les
niega atención en UCI a los ciudadanos que registren más de dos comparendos.
También
a mediados de año pasado, cuando Barranquilla afrontaba la primera gran crisis de
muertes y contagios, el alcalde Pumarejo, la gobernadora Noguera y el presidente
Duque hablaron de la “indisciplina social” como la gran culpable. Era fácil
grabar diez fiestas un fin de semana y desconocer lógicas sociales o de
propagación algo más complejas. No importaba que en todas partes del mundo los
indicadores mostraran que las condiciones de pobreza y las urgencias laborales
hacían más vulnerables a unos que a otros, no les sirvió la evidencia de mayores
contagios entre los informales que precisamente viven en espacios más pequeños
y peor ventilados, era mejor señalar, ganar un poco de poder, castigar y pararse
detrás de los policías durante los operativos nocturnos. Ahora vuelve el pico y
se repiten los señalamientos, la culpa cala, termina por darle la razón al
poder que señala e implica una resignación y una expiación colectiva frente al
dolor inevitable.
También
Mike Pence culpaba a los jóvenes de Estados Unidos en noviembre pasado y la OMS
los señalaba de relajamiento durante el verano de 2020. No importaron los estudios
que demostraban que fueron los que menos contacto social tuvieron durante la
cuarenta estricta en varios países de Europa. Y la cantaleta da resultado, el
40% de los menores de 29 años en España siente que es culpable de los rebrotes
en este año. Y mientras tanto el virus sigue igualando a los países virtuosos y
las ciudades obedientes con los territorios del desorden y los excesos egoístas.
4 comentarios:
Hola Pascual. Esto me ha rondado la cabeza desde hace unos meses. Sin duda, se ha fortalecido un discurso que ha guiado la gestión de la enfermedad moral y en el que se contrapone evidentemente el goce y la obediencia (no obedece quien bebe y baila y, además, es un potencial "homicida"). El problema es que cuando una enfermedad es tan moralizada, los que terminan fregados son los enfermos, sin contar que quien se apropia del discurso moralizante tiene vía libre para tomar muchas decisiones.
El Estado, que como bien lo señala saca pecho con sus controles, no solo expresa un poder exagerado con las medidas punitivas como las que reseña, sino que apalancándose en este discurso sobre la enfermedad, justifica medidas excepcionales que van más allá de la gestión de la emergencia sanitaria.
Estoy escribiendo un artículo sobre el rol del derecho en la movilización de este discurso. Apenas esté publicado se lo comparto por twitter.
Muchas gracias, me dio varias ideas.
Hermano, desde hace días me han dado ganas de pasarte a vos (aunque no te conozco, pero un poco sí... de esos que uno ve pasar por la calle con una pola y se reconoce en ellos), en fin, que me dieron ganas de pasarte un breve texto sobre la narrativa bélica en la que se ha basado el discurso público sobre el Covid. El tema en que no sé cómo enviártelo (más allá de lo que leás o no). Saludos!
dc.duenas147@uniandes.edu.co Yo de paso le comparto algunas lecturas que creo son buenas para pensar en este tema. Abrazo. Daniel.
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