La Guajira se ha convertido en un acertijo nacional. Los cerca de ochocientos mil indígenas wayuu que viven entre el desierto compartido por Colombia y Venezuela constituyen una pequeña nación desconfiada y arisca. Una patria tan desconocida y lejana como las selvas del sur. Las banderas de los Estados que dicen ampararlos no significan nada para los indígenas que dependen más del conocimiento de los uniformes del ejército de cada país. Los guardianes de una frontera para ellos inexistente se han convertido en el filtro que marca el ciclo de su economía y su tranquilidad. Uno de los principales trabajos de muchos guajiros consiste en identificar y aprovechar las distorsiones que crean las leyes, los decretos y las costumbres de los ejércitos oficiales e informales en la región. La gasolina, el whisky, la leche en polvo, la cerveza, los cigarrillos hacen parte de un mercado de especulación con permanentes altibajos. Nada muy distinto de lo que pasa con la remesa cotidiana de las rancherías. De modo que las mafias se encargan de regular buena parte de la economía de subsistencia.
Las noticias de
los últimos meses sobre la muerte de niños indígenas en el departamento han
servido para la indignación y el asombro. Pero no mucho para intentar una idea
compleja sobre los problemas de una sociedad con reglas, lógicas y tragedias
propias. La simplificación llama a ver una especie de maquinación centralista,
por desidia y codicia, contra un pueblo indefenso y olvidado. Pero las tramas
casi siempre son un poco más complejas y las historias más largas que los
arrebatos esporádicos de los “buenistas”. Las cifras citadas se han movido
entre los 179 y los 4700 niños muertos por desnutrición en los últimos cinco
años. Es verdad que en el desierto es difícil recurrir a los censos y que hasta
las cédulas de ciudadanía pueden ser una anécdota en las rancherías. Pero vale
la pena mirar los datos más confiables, tal vez los que entrega la Encuesta
Nacional de Demografía y Salud que indaga, entre otras, por las condiciones de
madres e hijos menores de 5 años en cerca de 70.000 familias colombianas.
Aunque muchos
descubrieron hace poco que en Colombia mueren niños por desnutrición y
enfermedades asociadas, la mencionada encuesta entrega un contexto necesario
para mirar los avances o retrocesos del Estado más allá del llanto. Desde 1995
hasta 2010 la tasa de mortalidad infantil (niños menores de un año) se ha
reducido a la mitad en Colombia, de 31 a 18 por cada 1000 nacidos. En los
departamentos de Cesar, Guajira y Magdalena los avances han sido mucho más
precarios, apenas de 26 a 23 por cada 1000 nacidos en el mismo periodo. Y la
Guajira sigue casi doblando al promedio nacional. La desnutrición crónica (baja
talla para la edad) también tiene a la Guajira como uno de los departamentos
con más problemas, con un 27.9% de los niños menores de 5 años, solo por debajo
del Amazonas. Las cifras muestran los índices más bajos de atención a menores
enfermos por parte de personal médico, mezcla de desconfianza y dificultades de
acceso en el departamento. Hasta la posibilidad de las mujeres para tomar
decisiones propias sobre su sexualidad influye en las tasas de mortalidad
infantil y en el caso de la Guajira ahí podría haber una variable por
considerar. Las 22.000 rancherías desperdigadas en un territorio que triplica
en extensión a muchos departamentos costeños supone más obstáculos. Al
contrario de lo que se cree, el crecimiento de asociaciones indígenas en busca
de rentas públicas ha hecho más difícil el control y la distribución adecuada
de los recursos. Además, la caída de la economía venezolana resultó una
estocada para poblaciones acostumbradas a mirar mucho más hacia ese lado de la
frontera. En últimas, La Guajira sigue siendo un misterio para burócratas y
analista, y una certeza para los lectores de prensa mañaneros y los tuiteros de
trancón.
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