Son truculentas las batallas entre
congreso y ejecutivo. Se pasa muy rápidamente del apretón de manos en los pasillos
a la acusación encendida desde el atril. El sismógrafo de las bancas
parlamentarias es sensible a cualquier inclinación del gobierno. Los
congresistas son hombres nerviosos, asustadizos. En últimas es más fácil
empujar una avalancha que sostenerla. Dilma Roousseff tenía el apoyo de 294
diputados de la Cámara cuando se posesionó para su segundo periodo hace apenas
15 meses. El domingo pasado solo logró que 137 le dijeran NO al juicio que
seguirá ahora en el Senado. Aquí no se trataba de juzgar la conducta de la
presidenta sino de la intuición y el sentido de oportunidad ¿Quién podrá
cumplirme con más facilidad y más certeza lo prometido, Dilma o Michel? La
negociación implicó a 28 partidos y movimientos con representación en la cámara
baja. Un esquema voto a voto que les entrega un poder insospechado a políticos
de salón social. Y no puedo dejar de pensar en Yidis y Teodolindo. Y en Heyne.
La muy posible destitución de Dilma
Rousseff en Brasil deja una pregunta sobre las bondades de ese mecanismo más o
menos blando para sacar a un presidente que ha perdido apoyo popular ¿Debe
estar el ejecutivo en manos de lo que aquí se llamó el “estado de opinión”? Las
encuestas dicen que 3 de cada 5 brasileños están de acuerdo con la salida de la
presidenta. Algo lógico luego de 13 años del Partido de los Trabajadores en el
poder y de la crisis económica en el país. En el otro extremo de Brasil se
podría poner a Venezuela, un país que ha soportado golpes y contragolpes,
referendo revocatorio, decenas de elecciones, marchas y enfrentamientos ciudadanos
constantes, una crisis que ya pasó de económica a humanitaria y sigue
sosteniendo a un régimen que según las encuestas rechazan 8 de cada 10
ciudadanos. Se aproxima, según parece, otro intento de revocatoria con la larga
pelea de planillas, firmas y chantajes gubernamentales. Difícil elegir entre
esos dos males: una especie de bloqueo institucional por la toma de los poderes
ejecutivo y judicial de un partido convertido en régimen, o una vía expedita para
la revancha parlamentaria de quienes han perdido las elecciones en los últimos 15
años.
No han sido pocos los casos en Suramérica
de un congreso sacando al presidente en medio de invocaciones a dios y a la
historia. Pero sin duda han sido distintos al caso de Rousseff, juzgada más por
conductas ajenas y por fatiga de materiales. Color de Mello salió en 1992 con
el empujón que le dio su hermano Pedro. Se habló de 6 millones de dólares
movidos a sus cuentas personales, aunque 2 años después el tribunal supremo lo
absolvió. Llegó sin apoyo parlamentario y así se fue. Ahora votará contra Dilma
como senador. Carlos Andrés Pérez necesitó el Caracazo, dos intentos de golpe
de Estado y una acusación de gastar 17 millones de dólares en apoyar políticos
extranjeros para irse por invitación del congreso. Ecuador sacó a Abadalá
Bucaram luego de seis meses de sainete. “Incapacidad mental” alegó el Congreso
y así dio gusto e insultó a quienes lo había elegido. También salió Lucio
Gutierrez por “abandono del cargo” cuando todavía estaba en el palacio
presidencial. Se había enfrentado a la Corte Suprema y a los militares. No le
queda más que su silla en una avioneta. El congreso paraguayo sacó a Raúl
Cubas, con asesinato del vicepresidente y hermano traidor de por medio. Tampoco
completó un año de gobierno. El último en salir por esa vía fue Fernando Lugo,
acosado por divisiones de la izquierda y gritando como todos que era víctima de
un golpe.
Es fácil chiflar al presidente, pero
es muy difícil aplaudir al congreso.
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