El Valle de los ríos Apurímac y Ene (VRAE) en el Perú se ha convertido en
la mayor despensa cocalera del mundo. En el territorio de cuatro departamentos,
límites entre la sierra y la selva, se producen 200 toneladas de coca cada año.
Según los últimos estudios Colombia produce cerca de 300 toneladas por año y en
los lugares donde se concentran cultivos y cocinas se multiplica la presencia
de guerrillas, bandas armadas y, por supuesto, violencia: Tumaco, El Tambo,
Barbacoas, Tibú, Puerto Asis.
Pilotos bolivianos y paraguayos son los encargados de sacar la pasta de
coca que producen cerca de 200 laboratorios en el borde de la selva y las
montañas de Junín, Cusco, Ayacucho y Huancavelica. La coca viaja al sur, hasta
Bolivia, donde pasa el último cedazo para convertirse en cocaína e iniciar el viaje
hacia Norte América y Europa. El VRAE, además de mafias y campesinos de
tradición cocalera, tiene un reducto de Sendero Luminoso que se mueve entre la
decadencia revolucionaria y la bonanza del narcotráfico. El ejército apenas se
atreve a mirar desde los helicópteros y los planes especiales para la zona han
fracasado. La Impotencia sobre cómo manejar la pobreza rural, los reductos
terroristas y el narcotráfico llevó a que un vicepresidente peruano, Luis
Giampietri, soltara una solución desesperada en el 2009: “Escuchen bien lo que
voy a decir, posiblemente sea una barbaridad, hay que declarar el VRAE en una
zona de combate ¿Qué hacen civiles metidos allí que estorban, que dificultan el
trabajo y dan pie a que después las ONG"s denuncien a los oficiales de
violación a los derechos humanos?” Nadie atendió los delirios de Giampietri.
La gran pregunta -mirando desde Colombia el enclave geográfico que hizo
posible que pasáramos al segundo puesto en la producción mundial de coca- es
por qué Perú logró sostener una tasa de 8 homicidios por cada 100.000 habitantes
mientras se convertía en un gran protagonista del narcotráfico. Y por qué el
VRAE a pesar de sus problemas de violencia no se podría comparar con nuestros
territorios de guerra en el Pacífico, el Bajo Cauca, el Catatumbo o el Caquetá.
Un dato deja clara la intensidad de las desgracias: en los últimos seis años
han muerto 90 policías y soldados en la gran zona de producción de coca del
Perú. Una cifra menor para nuestros partes militares donde las bajas de cada
ataque se cuentan por decenas.
Las respuestas pueden ser variadas. Se podría decir que el VRAE es apenas
un primer eslabón de la cadena de la coca donde la acción mafiosa se concentra
en la compra del producto a los campesinos. Las purgas se concentran en
Colombia y México donde están los dueños de las rutas internacionales y las fortunas.
Mejor dicho, Perú se dedica al cultivo y la primera exportación mientras deja a
otros las grandes ganancias y las cruentas disputas. Pero también puede ser que
el Estado peruano haya dejado pasar, por incapacidad, temor o conveniencia, el
tema de la coca. Una parte de la siembra es legal según la legislación peruana.
Solo una base militar en la región se dedica al narcotráfico mientras desde 29
bases persiguen a los hermanos Quispe Palomino, líderes senderistas en la zona.
La erradicación ha sido una amenaza más que una realidad y el mismo Estado
tiene oficinas para la compra legal de la hoja para usos tradicionales. Esa
lucha de baja intensidad tal vez ha conducido a una violencia menor a la usual
en nuestras zonas de cultivo y procesamiento. Ahora el gobierno habla de
erradicación y hasta los alcaldes del VRAE dicen que la gente tiene armas y
defenderá sus matas. Ya sabemos lo significa la guerra a muerte. Tal vez baje
un poco la producción, pero crecerán la violencia y las acciones de los
senderistas como defensores campesinos.
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