En el Estado todos los caminos son inescrutables. Cuando se abren las
oficinas públicas y los ciudadanos llegan a las ventanillas, cuando circulan
las circulares, cuando se persigue un sello y una firma como si fuera la única
salvación todo puede tomar caminos inesperados e indeseados. Las leyes se
tuercen, las sentencias se bifurcan, las buenas intenciones se convierten en
pasto para profesionales de la oportunidad, los incentivos públicos terminan en
círculos viciosos. Es solo cuestión de trámite, y de tiempo.
Es imposible negar las bondades del reconocimiento que la Constitución
del 91 les dio a los pueblos indígenas. Se trataba de hacerlos ciudadanos y de un
merecido desagravio democrático luego de ser tratados, en el papel y en la
realidad, como salvajes que debían ser reducidos “a la vida civilizada”. El
reconocimiento de los resguardos indígenas era una obligación para lograr que
la protección constitucional tuviera linderos y derechos ciertos. La
experiencia del siglo XIX mostró que el simple título acompañado de la
posibilidad de vender los resguardos convirtió muy pronto a los indígenas en peones.
En 1993 los resguardos lograron una participación en el presupuesto
nacional, lo que les dio autonomía frente a las autoridades municipales y puso
un señuelo para los cazadores de rentas. Luego, en 1997 la Corte Constitucional
le dio contenido a un convenio de la OIT firmado por Colombia en 1989 y puso
las condiciones para la consulta previa a la realización de obras, la
expedición de leyes y la explotación de recursos naturales que pudieran afectar
sus territorios y su cultura. Ya había un fortín con reconocimiento social, recursos
propios y posibilidad de levantar talanqueras jurídicas. El sueño de los
políticos de pueblo y los intrigantes titulados y sin penacho.
De modo que los resguardos y los indígenas comenzaron a multiplicarse. Los
ecos de la Pacha Mama se juntaron con las promesas de un poderoso dios con
acciones en las oficinas públicas. Es cierto que el proceso de reconocimiento y
las metodologías de los censos llevaron a muchos a identificarse o reconocer un
origen olvidado o vergonzante. Pero también es cierto que abundan los actores con
la mochila recién comprada. Entre 1993 y 2005 los resguardos indígenas
crecieron cerca de un 120% en Colombia. Los últimos datos hablan de 796 resguardos
reconocidos legalmente. De modo que durante los últimos 20 años se crearon en
promedio 25 cada año. El Incoder y el Ministerio del Interior se han turnado la
responsabilidad de esos reconocimientos. Según el Dane, entre los últimos dos
censos la población colombiana tuvo un crecimiento de 18.8 personas por cada mil,
mientras la población indígena creció 80.2 por cada mil. Cada vez es más
frecuente que campesinos y colonos decidan convertir sus Juntas de Acción
Comunal en resguardos indígenas. Ser indio paga, parece ser la consigna de
muchos.
Nadie se extraña entonces que con la llegada de la primera volqueta para
construir el tramo 3 de la Ruta del Sol hayan aparecido, por artes chamánicas,
13 capitanes representando a sus comunidades. Los “indígenas” se han vuelto expertos
en resoluciones, papeleos, votos, vetos y cálculos políticos. Tiene poder hasta
para decidir el mantenimiento de una vía entre San Antero y María La Baja. Cambian
becas por permisos y van de tú a tú con los caciques de Planeta Rica, por decir
algo.
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