El nacionalismo es una buena estrategia para explorar pozos electorales y
un pésimo consejero a la hora de los negocios. El ejemplo de Venezuela debería
ser suficiente para diferenciar entre la defensa del patrimonio público y la
simple manía ideológica que puede convertir una empresa estatal en un escudo
partidista. En 1998 PDVSA producía 3.5 millones de barriles de petróleo
diarios. Muy pronto la bandera Venezolana se puso sobre la mesa de la junta
directiva y el gobierno de Hugo Chávez, recién elegido, comenzó a tronar a
favor de la soberanía nacional y en contra de los buitres del imperialismo. Los
negocios de asociación con las petroleras internacionales se convirtieron en
tema clave de los discursos y ante la gritería del respetable se exigió que
PDVSA tuviera al menos el 60% de las acciones en los consorcios de economía
mixta. Llegaron las demandas y las renuncias por parte de las antiguas socias
del Estado.
El año pasado PDVSA produjo cerca de 2.7 millones de barriles de petróleo
diarios. El gobierno logró el control total de la empresa que provee la gran
mayoría de los recursos al Estado venezolano y al mismo tiempo la convirtió en
un apéndice político. La salida de los socios privados alejó al imperialismo y
al escrutinio financiero y técnico que imponen los accionistas en cualquier
negocio. La soberanía había dejado un dueño arrogante y solitario, un patrón
que logró sacar a 14.000 trabajadores petroleros que constituían una buena
parte del conocimiento y los activos de PDVSA. Más vale que empresas privadas y
públicas se miren de reojo y permitan un escrutinio desde dos orillas a sus
balances y sus riesgos compartidos. En ocasiones un socio privado puede ser un
buen informante sobre la marcha de lo
público.
En los últimos cinco años la brecha de producción petrolera entre
Colombia y Venezuela pasó de 3 millones de barriles diarios a tan solo 1.7
millones. Parte del conocimiento que fue sacado a banderazo limpio de PDVSA
llegó a nuestros campos para enseñar e invertir. En las últimas semanas el tema
de la tecnología Star y las relaciones entre Ecopetrol y Pacific Rubiales ha
despertado una pequeña ola de indignación por lo que sería un flagrante engaño
a la petrolera nacional. No soy experto en hidrocarburos pero puedo entender que
dos empresas se unan para probar una tecnología y tomen un riesgo en busca de
una ganancia. En este caso Pacific invertía el 70% y Ecopetrol el 30%.
La industria del petróleo está llena de esos experimentos, es el trabajo
de los petrofísicos y los ingenieros. Todos los días se intentan métodos para
sacar ese tesoro grumoso de la tierra: Nanotecnología, surfactantes, polímeros…métodos
que para los legos no dicen mucho, misterios bajo tierra. Pero aquí de la mano
del senador Robledo y de algunos acólitos que posan de suspicaces, hemos
convertido un asunto técnico en copla politiquera y nacionalista. Criticamos
los números de Ecopetrol pero pretendemos que se quede quieta y se encoche en
sus proyectos. Y casi celebramos que el experimento de Star haya mostrado
números peores de lo esperado para salir a cantar una victoria contra esos
socios tan poco dignos de nuestra confianza. Todos los días se oyen clamores contra
el Estado ineficiente y anacrónico, pero cuando ese mismo Estado pretende
actuar con la lógica empresarial, con los riesgos y las renuncias que eso
implica, llamamos de nuevo a los profetas de la rigidez y el estatismo.