martes, 11 de abril de 2017

Discurso y conciertos








Es normal que los mandatarios busquen fijar por lo bajo el nivel de la discusión pública. A ningún gobierno le sirve la mirada escéptica e informada de la opinión sobre sus números, sus intenciones y sus logros. Poner el foco sobre las palabras y la oscuridad sobre las actuaciones suele ser una de las prácticas preferidas de los gobernantes, convertidos entonces en voceros de causas leves e incuestionables, en discurseros de los sentires mayoritarios y protagonistas de los impulsos más sensibleros. Alcaldes y gobernadores se dedican entonces a un pregón cercano a la autoayuda, aunque esta vez con tintes un poco más egoístas: ayudarle a la imagen propia mientras venden un alegato paternal y condescendiente.
En Antioquia hemos tenido siempre un déficit de escrutinio público sobre nuestros dirigentes: el excesivo regionalismo, una mediana fortaleza institucional, una situación fiscal privilegiada por superávit de algunas empresas públicas, una buena calificación histórica en temas de servicios públicos, entre otras razones, han hecho que cada cuatro años nuestros alcaldes y gobernadores saquen pecho con sus resultados en distintas encuestas de opinión. Mientras los ciudadanos celebran detrás. Parece que como electores hemos superado en alguna medida esa etapa infantil según la cual un acudiente nos debe señalar hacia quién debemos dirigir nuestro voto. Se demostró con las intenciones paternas de Uribe y sus derrotas sonoras en las elecciones locales y regionales de octubre de 2015. Sin embargo, una vez hecha la elección continúa nuestra deficiencia de escrutinio y deliberación pública. A diferencia de los excesos de guerra política que sufre Bogotá, Medellín y Antioquia viven una especie de silencio ciudadano, algo parecido a la actitud del discreto invitado que no quiere avergonzar los esfuerzos de su anfitrión.
Las recientes polémicas públicas a las que estuvieron ligados el alcalde de Medellín y el gobernador de Antioquia muestran muy bien el nivel de nuestra discusión pública. El alcalde estuvo dedicado por cuarta o quinta vez a cuestionar los modales y los modelos de virtud de los cantantes que visitan la ciudad. En esta ocasión le correspondió el regaño al rapero Wiz Khalifa por su visita humeante a la tumba de Pablo Escobar. Federico Gutiérrez se ha empeñado en liderar el “Bloque de Búsqueda” contra la leyenda del capo mafioso. Es cierto que hay que repetir las veces que sea necesario la tragedia que vivió la ciudad luchando una guerra impuesta, que supuso enemigos desmesurados e invirtió costumbres y signos sociales, pero eso no es posible con los vetos y la cantaleta. El mito mafioso será parte de la ciudad y se debe asimilar con el orgullo de quien ha resistido una avalancha. Tal vez sea más útil mirar con mayor atención nuestro museo de la memoria, entender el orgullo de algunos barrios, canalizar algunas resistencias. Pero lo que de verdad es urgente, es pensar en la violencia homicida contra los jóvenes, un indicador que Medellín no ha sido capaz de mejorar a la altura de su jactancia de ciudad redimida.
Por parte del gobernador el último gran debate no surgió de la cantaleta contra un rapero sino de la excitación frente a un reguetonero. Lo de Luis Pérez no es un arrebato moral sino una necesidad farandulera. Pérez tiene una debilidad por los divos y las marcas de revistas para mujeres. Sabe que no tiene nada qué aportar al debate público, solo debe huirle mientras trama algún negocio privado. Se dedica entonces a apuntar contra el proceso de paz y el presidente Santos (fue su gerente de campaña en Antioquia), mostrarse firme ante una figura repudiada en su departamento es su sencillo juego. Se ha convertido en comentarista con membrete de La Alpujarra y origen en Llanogrande.
Ni siquiera como reseñistas musicales clasifican nuestros mandatarios, más dedicados a las notas leves tras los conciertos y a las entrevistas de camerino.



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