Es normal que los mandatarios busquen fijar por lo bajo el nivel de la
discusión pública. A ningún gobierno le sirve la mirada escéptica e informada
de la opinión sobre sus números, sus intenciones y sus logros. Poner el foco
sobre las palabras y la oscuridad sobre las actuaciones suele ser una de las
prácticas preferidas de los gobernantes, convertidos entonces en voceros de
causas leves e incuestionables, en discurseros de los sentires mayoritarios y
protagonistas de los impulsos más sensibleros. Alcaldes y gobernadores se
dedican entonces a un pregón cercano a la autoayuda, aunque esta vez con tintes
un poco más egoístas: ayudarle a la imagen propia mientras venden un alegato paternal
y condescendiente.
En Antioquia hemos tenido siempre un déficit de escrutinio público sobre
nuestros dirigentes: el excesivo regionalismo, una mediana fortaleza
institucional, una situación fiscal privilegiada por superávit de algunas empresas
públicas, una buena calificación histórica en temas de servicios públicos,
entre otras razones, han hecho que cada cuatro años nuestros alcaldes y gobernadores
saquen pecho con sus resultados en distintas encuestas de opinión. Mientras los
ciudadanos celebran detrás. Parece que como electores hemos superado en alguna
medida esa etapa infantil según la cual un acudiente nos debe señalar hacia
quién debemos dirigir nuestro voto. Se demostró con las intenciones paternas de
Uribe y sus derrotas sonoras en las elecciones locales y regionales de octubre
de 2015. Sin embargo, una vez hecha la elección continúa nuestra deficiencia de
escrutinio y deliberación pública. A diferencia de los excesos de guerra
política que sufre Bogotá, Medellín y Antioquia viven una especie de silencio
ciudadano, algo parecido a la actitud del discreto invitado que no quiere
avergonzar los esfuerzos de su anfitrión.
Las recientes polémicas públicas a las que estuvieron ligados el alcalde
de Medellín y el gobernador de Antioquia muestran muy bien el nivel de nuestra discusión
pública. El alcalde estuvo dedicado por cuarta o quinta vez a cuestionar los
modales y los modelos de virtud de los cantantes que visitan la ciudad. En esta
ocasión le correspondió el regaño al rapero Wiz Khalifa por su visita humeante
a la tumba de Pablo Escobar. Federico Gutiérrez se ha empeñado en liderar el “Bloque
de Búsqueda” contra la leyenda del capo mafioso. Es cierto que hay que repetir las
veces que sea necesario la tragedia que vivió la ciudad luchando una guerra impuesta,
que supuso enemigos desmesurados e invirtió costumbres y signos sociales, pero
eso no es posible con los vetos y la cantaleta. El mito mafioso será parte de
la ciudad y se debe asimilar con el orgullo de quien ha resistido una
avalancha. Tal vez sea más útil mirar con mayor atención nuestro museo de la
memoria, entender el orgullo de algunos barrios, canalizar algunas
resistencias. Pero lo que de verdad es urgente, es pensar en la violencia homicida
contra los jóvenes, un indicador que Medellín no ha sido capaz de mejorar a la
altura de su jactancia de ciudad redimida.
Por parte del gobernador el último gran debate no surgió de la cantaleta
contra un rapero sino de la excitación frente a un reguetonero. Lo de Luis
Pérez no es un arrebato moral sino una necesidad farandulera. Pérez tiene una
debilidad por los divos y las marcas de revistas para mujeres. Sabe que no
tiene nada qué aportar al debate público, solo debe huirle mientras trama algún
negocio privado. Se dedica entonces a apuntar contra el proceso de paz y el
presidente Santos (fue su gerente de campaña en Antioquia), mostrarse firme
ante una figura repudiada en su departamento es su sencillo juego. Se ha
convertido en comentarista con membrete de La Alpujarra y origen en
Llanogrande.
Ni siquiera como reseñistas musicales clasifican nuestros mandatarios, más
dedicados a las notas leves tras los conciertos y a las entrevistas de
camerino.
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