A los policías
no les interesa la letra del código recién aprobado, no se ponen con
leguleyadas, les basta y les sobra el brillo renovado de su herramienta, el
temor de los ciudadanos, las cifras de las multas y la jaula abierta de sus
patrullas. El código de policía no se diferencia en nada al arma de dotación o al
bolillo de rigor, una simple herramienta de intimidación. En las últimas
semanas he visto repetirse la escena en la que un policía le suelta su
compañero canino a un grupo de jóvenes que conversan en un parque. Es una nueva
manera de elegir quienes pueden sentarse en el espacio público y quienes no. El
policía suelta su perro husmeador como si se tratara de una escena de caza y lo
que sigue puede ser una algarabía de ladridos, giros desesperados, brincos y
chillidos acompañados de risas de amigos y curiosos.
Una de las
cacerías que vi hace unos días terminó con un joven camino a la patrulla para
ser requisado in extremis. No había droga alguna pero el humo de un bareto
previo, según la confesión temblorosa del detenido, había hecho que el perro se
engolosinara. El policía amenazaba al joven con llevarlo a la estación cercana
o, si estaba de buenas, sacarlo del parque. A pesar de que tenía el tufo de
tres cervezas prohibidas en el espacio público me dio por asumir el torpe papel
de defensor de oficio. Cuando le
mencioné al policía la expresión “dosis personal”, se excito un poco más que su
perro con el ensolve del recién detenido. “¿Quién le dijo a usted que eso
existe? Si lo quiero detener, lo detengo. Y usted váyase de aquí que está
tomando cerveza”, me dijo mientras amenazaba con su bolillo. Como mi defendido
me rogaba que me callara y yo no pretendía estrenar el código, me fui con una
simple despedida que comparaba amistosamente al agente con su compañero de
caza.
Revertir la
autonomía personal que consagró la Corte Constitucional en su sentencia de 1994
ha sido una de las grandes obsesiones de sucesivos gobiernos. Lo propusieron
Gaviria y Samper en su momento, lo intentó Uribe en cuatro ocasiones -un
verdadero adicto a cárceles y tribunales para los consumidores- vía leyes y
referendo hasta lograr una victoria de papel en 2009. Una prohibición
constitucional al porte y consumo de sustancias estupefacientes y
psicotrópicas, sin la posibilidad de sanciones más allá de medidas
administrativas de orden preventivo o profiláctico que sean aceptadas por el
consumidor. Mucho menos que los tribunales médicos que proponía Uribe para
imponer tratamientos muy al estilo de sus amigos soviéticos en los años
cuarenta. Ahora, las medidas “preventivas y profilácticas” las toman los
policías según su gusto, su genio y la docilidad de su “paciente”. No importa
que la Corte Suprema haya hablado de “dosis de aprovisionamiento” para amparar el
derecho de los consumidores a portar incluso una cantidad superior a la dosis
mínima, entendiendo que se puede comprar para el consumo de una semana o un
mes. Esas son discusiones de magistrados, para la calle está el código de
arbitrariedades de todos los días.
Mientras en
Estados Unidos cerca de setenta millones de personas pueden hoy consumir marihuana
con fines recreativos de manera legal, mientras hace unos días su secretario de
seguridad Jhon Kelly dijo que la “marihuana no es un factor clave en la guerra
contra las drogas” y que la solución no llegará arrestando a los usuarios; en
Colombia, que se llena la boca hablando de nuevo enfoque en el tema de drogas y
firmó un decreto sobre uso medicinal de la marihuana hace unos días, se busca
que el desacato a la constitución y la violación sistemática de los derechos de
los consumidores se conviertan en una regla de facto, una costumbre del miedo,
una ejemplarizante rutina policial.
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