Todos los días
vemos el repudio que generan los partidos políticos, la indignación frente al
comportamiento de algunos de sus miembros, la rechifla permanente a sus
comentarios, ideas y decisiones. Los partidos que hace apenas treinta años
marcaban los comportamientos políticos y sociales de muchas familias, incluso
definían el círculo de sus amistades y sus reglas de comportamiento, hoy son
apenas pequeños clanes clientelistas. Y los nuevos partidos son sobre todo franquicias
para el menudeo electoral. Pareciera que la sociedad se alejó definitivamente
de las tramoyas partidistas, más cercanas hoy a los pleitos contables que a las
disputas ideológicas.
Sin embargo, las
noticias, los enfrentamientos ciudadanos, las discusiones familiares y los
debates públicos siguen todavía el hilo de los políticos y sus rencillas. Puede
que ya no valga el trapo rojo ni las peroratas conservadoras, y que las
diferencias de fondo se hayan ido borrando y aparezcan señoras liberales agitando
algunos dogmas cruzados, y que los partidos hagan transacciones, cambios de
equipo, entre sus mandos medios como las hacen los equipos de cualquier liga
futbolera, pero los políticos han sabido mantenerse por encima de sus
maquinarias cada vez más ocultas y más inútiles al pensamiento.
La estrategia es
casi siempre la descalificación. Una política reactiva que no busca las ideas
sino los señalamientos, que no quiere adversarios sino enemigos, que se para en
los extremos para generar rabia y crispación. Las fuerzas de esa política están
inspiradas sobre todo en la histeria, la ignorancia, el odio y el miedo. De
modo que muchos ciudadanos terminan adscritos a un partido, casi siempre al simple
logo de un caudillo, mientras parecen convencidos de rechazar la política como
un mal general. Los triunfos electorales se han convertido en sinónimo de
venganza y los políticos han terminado por simplificar los debates, falsear las
disyuntivas y poner tras de cada decisión pública una leyenda terrible acerca
de sus enemigos. La política es ahora una nueva forma de la imaginación
grotesca y los delirios de persecución.
Es cierto que la
política nunca ha sido afecta a la verdad ni a los matices, pero la versión más
reciente ha terminado por arrastrar a casi todos los actores sociales a sus
terrenos, ha pretendido convertir al periodismo, a los académicos, a los
empresarios y a los religiosos en unos nuevos partidarios o enemigos. La
confusión generalizada es una de sus nuevas ganancias. Todas las voces se han
puesto bajo el rasero de sus intereses, las ofensas cruzadas llevan cada
vez más público hacia las peores orillas, hacia las mentiras que más causan
indignación, hacia las teorías de la conspiración, hacia las barras bravas ideológicas
y los dogmatismos más ciegos.
Por esa vía, el
ámbito que más desconfianza y rechazo social genera ha logrado guiar el debate
público durante los últimos años. Las declaraciones de los políticos marcan el
inicio de los peores ruidos, inician las discusiones desde las premisas más
alejadas de la realidad y llevan a conclusiones que solo sirven a las victorias
electorales. Mientras más creemos alejarnos de la política, más nos aprietan el
nudo con sus recriminaciones, sus chismes y sus sombríos pronósticos.
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