Nombres le han
sobrado a esa colina de encrucijadas en el centro oriente de Medellín. La
Asomadera, Camellón de Guanteros, San Lorenzo, Niquitao, Camellón de la Chicha
han servido para señalar con desconfianza a los habitantes de esos barrios que
Carrasquilla definió, desde abajo, desde La Villa, con algo de fango y sabor: “Lugar
nefando y peligroso de los bailes de garrote, de los aquelarres inmundos y de
las costumbre hórridas”. Así como era sitio de bailes, chicha, guitarras y
tertulias ha sido desde siempre lugar de muertos. Allí se cavó el primer
cementerio en las afueras de la ciudad en 1828 y por supuesto los nombres
fúnebres no han faltado: Alto de las Calaveras, Alto de las Cruces, Alto de las
Sepulturas. Bailes y muertos ocupando un mismo lugar, tanto que fue famosa una
cantina cercana al cementerio, donde los deudos pasaban penas con música y anís,
y bautizada por un poeta como “El puerto de la eternidad”.
El cementerio
San Lorenzo fue bautizado muy pronto como cementerio de los pobres. A mediados
del siglo XIX se inauguró el cementerio San Pedro con su capilla, sus cipreses
y sus mausoleos y San Lorenzo, con su única tarifa de entierros, quedó como
cementerio de las mayorías. Desde hace siete tiene sus tumbas y sus osarios
están vacíos. Los cuarenta mil restos que todavía estaban en sus bóvedas fueron
llevados al cementerio Universal y San Lorenzo ha intentado tomar aires de
parque.
El sábado pasado
se realizó en su patio central, rodeado del blanco de la cal y negro de las
tumbas, el Festival Instinto de Vida
que busca que toda muerte violenta sea un asombro, que el homicidio deje de ser
natural y justificado, que las cifras dejen ver a los dolientes y la sociedad
vea un fracaso colectivo en cada asesinato. Cerca de seis mil personas pasaron
ese día por el antiguo cementerio. En medio del concierto de la banda Niquitown
una escaramuza cerca de la tarima nos alertó a todos. Se vieron los puñales y
los machetes al aire y la vieja escena de un joven herido sacado en andas por
otros jóvenes. Instinto de Vida
terminó con un homicidio en medio de la celebración, en el mismo patio donde
las velas alumbraban las tumbas vacías. Toda la noche se habló de un ritual
para honrar a las víctimas y el ritual inesperado fue el de cinco jóvenes
contra un adolescente de 17 años. El homicidio tan corriente entre nosotros,
tan sencillo y repetido, adquirió relevancia por la escenografía que lo rodeó.
El teatro hizo visible la escena menor de la ciudad un sábado en la noche. Ni
la víctima ni sus verdugos sabían de la celebración y el llamado en el
cementerio. Lo que debía ser una especie de refugio para adolescentes amenazados
terminó siendo la trampa definitiva para uno de ellos.
Paró la música y
vinieron las palabras desconsoladas y firmes de uno de los organizadores: “Empezamos
la campaña de No Copio desde la
quebrada hacia el río, desde el territorio del miedo hasta el territorio
institucional…Estamos en un territorio real, con problemas…” Desde el sitio de
los bailes de garrote y las costumbres hórridas que se señala desde la villa. Instinto de Vida y la campaña No Copio han demostrado que muchos
jóvenes en los barrios necesitan estar juntos para defenderse, para poner barreras
creíbles frente a quienes quieren seducirlos o someterlos con la violencia. La
solidaridad es su gran acto de rebeldía.
Para que la
película fuera completa, al lado, entre los espectadores, estaba Víctor
Gaviria, autor de un poema que habla de los niños que toman pastillas para
olvidarse sí mismos, de sus heridas pálidas como el jazmín de noche, del viento
que rellena sus chaquetas y los hace ver altos y gruesos como los globos del
diciembre. Niños como Yasser Alberto Murillo.
Así de claro, así de doloroso y cierto es ese suceso, tanto que duele el alma. Gracias por narrarlo para no olvidarlo.
ResponderEliminarDuele la ciudad.
ResponderEliminarSe debe persistir en contar estas historias, siempre luchado que no se conviertan en apología al delito.
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