El método es
sencillo. Primero tensar un poco el ambiente a punta de retórica: “Vivimos un
momento excepcional, enfrentamos conflictos históricos, son tiempos de grandes
decisiones”. Se logra entonces una buena lupa sobre los miedos y las amenazas: “El
abismo es una realidad, un camino cercano y apreciado por muchos. El error
cunde, los enemigos crecen”. Una vez con las expectativas en su tope, cuando el
público está en el borde del asiento, ensordecido por las sirenas, se señalan las
dos opciones posibles, solo dos, un dilema que requiere adhesiones fuertes, una
disyuntiva urgente que solo se salva con decisiones rápidas, que necesita más
la intuición de quien es acechado que el razonamiento de quien puede sentarse a
oír, preguntar y pensar. Con el escenario dispuesto no queda más que exhibir el
candidato excepcional para los tiempos excepcionales. Si la política es muchas
veces un ejercicio inquietante de medianía, una elección de grado entre males
probados o por probar, es lógico que los competidores intenten crecer su valía,
sus alcances y sus posibilidades ensalzando el certamen en el que participan. Y
no tienen que fingirlo todo, ya sabemos que parte de su juego consiste en
tomarse demasiado en serio y convencerse de que son indispensables.
Pero lo
verdaderamente excepcional son sus intereses, lo insalvable son sus ambiciones
y sus compromisos. Bertrand Russell decía que detrás de toda elección política hay
cuatro grandes pasiones humanas: la codicia, la vanidad, la rivalidad y el
apego al poder; no están en los tarjetones ni en los debates pero son el fondo
de todas las carreras electorales. Quizá sea útil para los electores poner ese
fondo tras la propaganda, las entrevistas, las encuestas y la agresividad que
se viene. Tal vez nuestra tarea principal sea tomarnos menos en serio a los
candidatos, moderar sus aires solemnes frente al posible desastre, descreer de
sus posibilidades como mandatarios, poner sus atriles abajo del escenario y
obligarlos a mirar de abajo hacia arriba. Y entender, como Tocqueville hace
muchos años, que la adhesión a las causas políticas debe ser moderada, debe
incluir preguntas y desconfianzas, y no convertirse en una pasión desbordante.
Las elecciones
presidenciales del año que comienza son tan particulares e importantes como
muchas de las que hemos sufrido en décadas anteriores. Incluso, tienen algunas características
que las pueden ubicar como las elecciones más corrientes, menos decisivas de
los últimos años. Lo primero, por hablar solo de tiempo, es que ya no existe la
reelección presidencial y por ende el próximo presidente tendrá, con toda
seguridad, un mandato más corto y precario. Deberá ser más certero en sus
prioridades y menos ambicioso en sus planes. Lo segundo, es que el tema del
conflicto armado, la disyuntiva negociación o arremetida sobre la que el
presidente tenía casi total poder de decisión, ha dejado de ser un asunto
relevante. Las Farc no existen como grupo armado y el ELN es una amenaza menor
en términos militares. Respecto a la implementación hay muchos retos pero igual
las responsabilidades son compartidas con el Congreso, las Cortes y las autoridades
locales. El orden público, a pesar de los múltiples puntos rojos, muestra una señal
constante que entrega confianza: ocho años consecutivos de reducción de
homicidios. La gran amenaza regional, el coco ideológico del castro chavismo,
es ahora una sombra decadente que solo asusta en Colombia. Y las cifras gruesas
de la economía, según previsiones de observadores imparciales, mejorarán
ligeramente en este año.
Vamos a calmarnos,
entonces, y a repetir una frase de Karl Popper para dejar a los candidatos y su
carrera a dos vueltas en el justo medio: “La creencia de que solo puede salvarnos
un genio político –el Gran Estadista, el Gran líder– es la expresión de la
desesperación. No es nada más que la fe en los milagros políticos, el suicidio
de la razón humana”.
Excelente! un llamado a la sensatez por estos días tan agitados. En cuatro años no vamos a transformar el "estado de cosas" tan deprimente de nuestra nación.
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