martes, 8 de mayo de 2018

Viaje a la revolución





Hace un poco menos de cien años, en mayo de 1920, Bertrand Russell fue invitado a Rusia a conocer de cerca los “milagros” de una revolución que daba sus primeros pasos y extrañaba sus primeros pesos. Russell iba en compañía de una delegación del laborismo inglés y llegaba con una saludable mezcla de simpatías y recelos frente a los bolcheviques. Estuvo más de un mes y pasó por Moscú, Petrogrado y distintas zonas rurales. Siempre en trenes de lujo, recibido por pompas militares, hospedado en hoteles de primera con chinches como compañeros de cuarto. Aunque siempre con libertad para hacer sus propios recorridos y hablar con gente muy diversa. El viaje dejó un pequeño tratado, un diario y una serie de cartas que se agrupan en un libro llamado Viaje a la revolución.
Russell intentó una especie de disección a ese experimento marxista que sorprendía al mundo cien años después del nacimiento de su inspirador. Lo primero que advertía el viajero inglés era el carácter heroico de la revolución, el ejemplo que dejaba su tentativa para nuevas aventuras socialistas. Pero los métodos de esos precursores eran “toscos y peligrosos”. Muy pronto Russell comenzó con las advertencias. Entre las tres posibilidades que contemplaba para lo que llamó el bolchevismo se resumen buena parte de los acontecimientos políticos del siglo XX: la victoria de los bolcheviques puede llevar a un imperialismo napoleónico que olvide los ideales que lo inspiraron, una prolongada guerra entre capitalismo y comunismo que haga que la civilización se venga abajo (al menos la versión de esa guerra fue fría) y la derrota definitiva del comunismo por las fuerzas del capitalismo. No se puede decir que Bertrand Russell fuera un turista perdido.
Uno de los grandes peros al nuevo sistema que imponían 600.000 comunistas a un país de 120 millones de habitantes, era el carácter religioso de la revolución, sus doctrinas y sus profetas alejados de cualquier asomo de escepticismo y por tanto tan inclinados a la crueldad. Un sistema económico más justo que obligue al hombre a recluirse de “nuevo en la prisión intelectual de la Edad Media”, implicaría el pago de un precio demasiado alto. Lenin imponía un puritanismo por vía militar, una austeridad con algo de saña, un nivel de esfuerzo que el grueso de la población no consideraba tolerable. Al final Russell dejaba claro las sencillas causas que podían derrocar a los bolcheviques: “llega el momento en que los hombres entienden que la comodidad y el recreo valen más que todos demás bienes juntos”. Una pequeña reivindicación de los placeres inofensivos.
De algún modo Russell intentaba disculpar al sistema que enfrentaba un país recién salido de la guerra y bloqueado comercialmente desde occidente. Pero las condiciones no dejaban lugar a la benevolencia. Todo el mundo trabajaba más de ocho horas: primero las obligaciones colectivas que imponía el Estado so pena de trabajos forzados o campos de concentración, luego las penurias individuales que exigían a rebuscar algo extra para la comida. Ese trajín en medio de la vigilancia y la arbitrariedad policial en busca de posible especulación. Moscú le sirvió para describir el escenario del drama: “La imagen de los trabajadores yendo de acá para allá, con ropas raídas, con el inevitable paquete en una mano y el tarro de hojalata en la otra, por las calles libres de tráfico, produce el efecto de la vida en una vasta aldea y no en una capital”. El odio fue su última conclusión. Ese sentimiento conducía a un dogmatismo que busca cambiar la naturaleza humana por la fuerza y se concentra más en el “deseo de destruir males antiguos que en el de edificar nuevos bienes”.
Algo queda de esa vasta religión y de los modales de la checa soviética.

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