Hace un poco
menos de cien años, en mayo de 1920, Bertrand Russell fue invitado a Rusia a
conocer de cerca los “milagros” de una revolución que daba sus primeros pasos y
extrañaba sus primeros pesos. Russell iba en compañía de una delegación del
laborismo inglés y llegaba con una saludable mezcla de simpatías y recelos
frente a los bolcheviques. Estuvo más de un mes y pasó por Moscú, Petrogrado y
distintas zonas rurales. Siempre en trenes de lujo, recibido por pompas
militares, hospedado en hoteles de primera con chinches como compañeros de
cuarto. Aunque siempre con libertad para hacer sus propios recorridos y hablar
con gente muy diversa. El viaje dejó un pequeño tratado, un diario y una serie
de cartas que se agrupan en un libro llamado Viaje a la revolución.
Russell intentó
una especie de disección a ese experimento marxista que sorprendía al mundo
cien años después del nacimiento de su inspirador. Lo primero que advertía el
viajero inglés era el carácter heroico de la revolución, el ejemplo que dejaba
su tentativa para nuevas aventuras socialistas. Pero los métodos de esos
precursores eran “toscos y peligrosos”. Muy pronto Russell comenzó con las
advertencias. Entre las tres posibilidades que contemplaba para lo que llamó el
bolchevismo se resumen buena parte de los acontecimientos políticos del siglo
XX: la victoria de los bolcheviques puede llevar a un imperialismo napoleónico que
olvide los ideales que lo inspiraron, una prolongada guerra entre capitalismo y
comunismo que haga que la civilización se venga abajo (al menos la versión de
esa guerra fue fría) y la derrota definitiva del comunismo por las fuerzas del
capitalismo. No se puede decir que Bertrand Russell fuera un turista perdido.
Uno de los
grandes peros al nuevo sistema que imponían 600.000 comunistas a un país de 120
millones de habitantes, era el carácter religioso de la revolución, sus
doctrinas y sus profetas alejados de cualquier asomo de escepticismo y por
tanto tan inclinados a la crueldad. Un sistema económico más justo que obligue
al hombre a recluirse de “nuevo en la prisión intelectual de la Edad Media”,
implicaría el pago de un precio demasiado alto. Lenin imponía un puritanismo
por vía militar, una austeridad con algo de saña, un nivel de esfuerzo que el
grueso de la población no consideraba tolerable. Al final Russell dejaba claro
las sencillas causas que podían derrocar a los bolcheviques: “llega el momento
en que los hombres entienden que la comodidad y el recreo valen más que todos
demás bienes juntos”. Una pequeña reivindicación de los placeres inofensivos.
De algún modo
Russell intentaba disculpar al sistema que enfrentaba un país recién salido de
la guerra y bloqueado comercialmente desde occidente. Pero las condiciones no
dejaban lugar a la benevolencia. Todo el mundo trabajaba más de ocho horas: primero
las obligaciones colectivas que imponía el Estado so pena de trabajos forzados
o campos de concentración, luego las penurias individuales que exigían a
rebuscar algo extra para la comida. Ese trajín en medio de la vigilancia y la
arbitrariedad policial en busca de posible especulación. Moscú le sirvió para
describir el escenario del drama: “La imagen de los trabajadores yendo de acá
para allá, con ropas raídas, con el inevitable paquete en una mano y el tarro
de hojalata en la otra, por las calles libres de tráfico, produce el efecto de
la vida en una vasta aldea y no en una capital”. El odio fue su última
conclusión. Ese sentimiento conducía a un dogmatismo que busca cambiar la
naturaleza humana por la fuerza y se concentra más en el “deseo de destruir
males antiguos que en el de edificar nuevos bienes”.
Algo queda de
esa vasta religión y de los modales de la checa soviética.
2 comentarios:
Pascual: quedó algo rescatable de esa revolucion?? Graciad
Pascual: quedó algo rescatable de esa revolucion?? Graciad
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