No
queda más que compadecerlo. Está sometido al peor de los oficios, uno que
incluye la farsa y la solemnidad, que puede mover a la muerte y a la risa con
un mismo gesto, que no permite el silencio y obliga a mirar a los ojos al circo
y la tragedia. Todo son urgencias según el tono y la premura de sus ayudas de
cámara, sus componedores de discursos, sus consejeros de última hora. En el
avión, desde lo alto, a vuelo de pájaro, tiene tiempo de improvisar una palabra
propia para cada uno de los interrogantes que agitan aguas y levan polvo allá
abajo. El atril con el escudo patriótico y el micrófono presto es su patíbulo. Y
así, con la banda presidencial sobre el pecho y el ceño fruncido que mira por
la ventanilla, en medio de la agitación de sus segundos, el hombre sabe que
tiene un primero que lo observa con atención, que lo oye y lo evalúa día a día.
Sabe que su acudiente es también una especie de enemigo.
El
viernes en la mañana estaba invitado a una significativa explosión. Un edificio
maldito iba ser destruido como homenaje de pólvora a las víctimas. Se
inauguraría una nueva era. Además del ruido habría concierto, algo de gala y
besamanos. La estampa del presidente basta y sobra. Y cuando la sola presencia
es suficiente homenaje, las palabras se desdeñan como simple añadidura. De modo
que no importa soltar las más tristes y más gastadas mentiras: “…el evento que
va a ver el mundo el día de hoy significa la derrota de la cultura de la
ilegalidad y el triunfo de la cultura de la legalidad…Significa también la
resiliencia, la fuerza y la grandeza del pueblo colombiano y antioqueño que
tuvo que soportar por años esta violencia y que se ha parado siempre firme y ha
sido capaz de superarla con convivencia, con una clara convicción del imperio
de la ley…” Pero no todo el mundo estaba atento al complejo de culpa de una ciudad
mediana en Colombia, una ciudad en muchas partes acorralada por el control de
los ilegales, por sus amenazas y sus promesas, una ciudad heredera de narcotráfico
de los ochenta que ha refinado sus mafias y hoy es sede de 10 de las 23 más
grandes organizaciones criminales del país. Está bien que las mentiras sean
inevitables en el discurso de los políticos, pero el cinismo se puede evitar
aunque sea un poco.
De
nuevo al avión. Ahora iba rumbo a la frontera para atender compromisos con el
hemisferio, para actuar en un escenario más severo y riesgoso. También había
concierto. Al menos lo acompaña la música de fondo. Se trata de contraponer
unos valores, de denunciar una opresión. Señalar a un reconocido maleante es
una virtud indiscutible, un trabajo supuestamente sencillo. Era un viernes de simbolismos.
El problema es que el gesto humanitario puede traer consecuencias inesperadas.
Y es fácil terminar como simple instrumento de mandamases: “Para hacer ruido se
elige a la gente más pequeña, los tambores”. El sudor y los gases lacrimógenos
alientan la grandilocuencia. De nuevo al atril: “Digamos las cosas como son:
hoy en día eso es casi equivalente a lo que fue la caída del muro de Berlín…”
El presidente hablaba desde el puente Tienditas como escolta de unos camiones
con comida y medicinas para un país vecino. Acarreaba el apoyo de un presidente
megalómano que lucha en su país por levantar su propio muro. Todo terminó en un
repliegue y una refriega menor. En el avión de regreso pensó en dos palabras
claves: paciencia y prudencia.
La
primera de ellas le serviría para hablar en su próximo destino. Ahora hablaba
desde un aeropuerto menor en un pueblo inundado en el Chocó. Esta vez no hubo
música. El domingo pudo dedicarlo a las tareas de historia de sus hijas.