En
septiembre de 1990, pasados menos de treinta días de llegar a la presidencia,
Cesar Gaviria dictó el decreto 2047 para “incentivar el sometimiento” de
narcotraficantes. En el primer semestre de gobierno se completó la estrategia
con tres decretos que aseguraban la no extradición, la acumulación jurídica de
penas, los sitios especiales de reclusión. Los decretos tenían nombre propio.
Se trataba de negociar la entrega de Escobar y los demás miembros del Cartel de
Medellín. La seguidilla de entregas tuvo su punto crucial el 19 de junio de
1991 con la llegada de Escobar en helicóptero a una cárcel concertada con el
alcalde de Envigado. El minuto de Dios del padre García Herreros había logrado
el milagro y la nueva constitución respaldaba la principal garantía de los
decretos.
El
gobierno colombiano renunciaba a la guerra a muerte contra el narcotráfico para
buscar una salida menos cruenta. El presidente, heredero de un hombre asesinado
por la mafia, usaba herramientas jurídicas contra el enemigo que en muchos
terrenos sometía al Estado. Desde los Estados Unidos Bob Martínez, zar
antidrogas, preguntaba con las palabras del carcelero: “Hay alguien en esta sala que no quiere ver a Pablo Escobar, encadenado
de los tobillos, rompiendo rocas”. Los gringos se declararon perturbados.
El
11 de diciembre de 2006, con apenas diez días en el poder, Felipe Calderón
declaró la guerra contra el narco en México. Envió 6500 soldados al estado de
Michoacán para demostrar que la pelea era peleando. Los asesinatos relacionados
con el narcotráfico crecieron en promedio algo más de un 20% en los primeros
cuatro años de gobierno de Calderón. En septiembre de 2010, luego de cientos de
capturas de narcos duros y miles de muertes, incluidas algunas por actos
terroristas contra civiles, Felipe Calderón entregó a CNN unas declaraciones al
menos inquietantes: “Vivimos al lado del mayor consumidor de drogas del mundo,
y todo el mundo quiere venderle drogas a través de nuestra puerta y nuestra
ventana. Y vivimos al lado del vendedor de armas más grande del mundo, el cual
abastece a los delincuentes”. Al llegar al poder, el presidente Peña Nieto
pidió un nuevo debate sobre la guerra contra las drogas con un papel activo de
Estados Unidos en posibles cambios de estrategia. La guerra siguió y la entrega
del Chapo a Estados Unidos en 2017 fue vista como el triunfo de una década. Sin
importar que el Comité
de Relaciones Exteriores del Senado de EE.UU. dijera que la guerra contra los
cárteles había sido “ineficiente en gran medida” y fallida a la hora de reducir
la violencia.
El 30 de enero de este año, dos meses
después de asumir la presidencia de México, López Obrador soltó una respuesta
contundente durante una rueda de prensa: “No hay
guerra. Oficialmente ya no hay guerra. Nosotros queremos la paz”. La
semana pasada se aplicó de manera improvisada esa premisa presidencial en la
ciudad de Culiacán. El alto gobierno, sin tiempo para negociaciones, con solo
una posibilidad de reacción cercana a la de un policía cercado, decidió liberar
a los hijos del Chapo Guzmán para evitar el ataque a civiles y el asesinato de
militares detenidos. Esa muestra de debilidad del Estado puede ser también una
oportunidad, un momento adecuado para intentar estrategias distintas que miren
más hacia adentro que hacia afuera. La inercia de una política que ha resultado
inútil durante décadas puede romperse de la manera más inusual. Los narcos en
Culiacán han dicho que luego de los hechos de la semana pasada no hay nada que
celebrar, el gobierno de López Obrador piensa lo mismo. Tal vez ese sea un
primer acuerdo necesario.
Las ganancias extraordinarias del negocio serán siempre el estímulo suficiente. Legalización y regulación son principios insalvables para la solución. Simple y reiterado.
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