He leído
bastantes celebraciones en Colombia sobre el desenlace de las protestas en Ecuador.
Muchas de ellas vienen de periodistas que dicen extrañar una sociedad más
despierta y organizada en nuestro país, más rebelde frente al poder estatal. También
muchos ciudadanos han expresado su aliento y felicitación a los manifestantes, y
hasta algunos políticos, acostumbrados a llamar turbas a quienes protestan en
casa, han encomiado la fuerza de los indígenas más allá de la frontera.
Pero
algunas cosas han pasado debajo de esa “victoria” ciudadana que se mira con
admiración desde afuera, lejos del humo, los abusos y los estragos. La prensa
fue la gran perdedora en medio de las casi dos semanas de tormenta. Al menos
115 periodistas fueron agredidos y seis medios de comunicación fueron atacados
durante las protestas. Llovieron piedras y bombas caseras por parte de los manifestantes,
y gases y palo corrido por parte de la policía. Ni el gobierno Lenin Moreno ni
quienes se levantaron contra sus medidas estaban contentos con el trabajo de
los medios. Para ambos poderes el cubrimiento ideal es el encubrimiento de sus
abusos y deficiencias mientras se resaltan los de la contraparte. Los manifestantes
exigían militancia, simpatía por las “causas justas”, apoyo a los “más débiles”.
El gobierno reclamaba respaldo a las instituciones, firmeza frente a los “vándalos”,
audacia frente a los encubiertos. Los periodistas debían entonces elegir entre las
acusaciones de traición o sedición.
En
medio de las marchas los periodistas fueron tildados de “flojos” y “cobardes”
por no ir a la vanguardia, fueron intimidados por no sumarse al “pueblo
combativo”. El episodio más elocuente de esas “presiones ciudadanas” sucedió en
el Ágora de la Casa de la Cultura en Parque del Arbolito en Quito. Un teatro
para más de tres mil personas que se erigió en el centro de operaciones del
movimiento indígena. A mediados de la semana pasada la Confederación de Nacionalidades
Indígenas del Ecuador convocó a los medios al cubrimiento de su Congreso.
Además, se anunciaba la aplicación de “justicia ancestral” a un grupo de ocho
policías “detenidos”. El filtro a la prensa lo hacían los indígenas al ingreso
como lo cuenta una crónica de Clarín: “‘Prensa extranjera, dejen que pasen’,
repetían para abrir paso. Y enseguida, entre algunos aplausos y gritos de apoyo
a ‘la prensa que no es corrupta’”. Lo que vino después fue la exigencia de
transmitir en vivo, la obligación de quedarse en contra de su voluntad, la orden
para hablar en su nombre. Uno de los líderes lo dejó bien claro: “¿Por qué no
vinieron ayer, periodistas? Tienen que estar aquí, con el pueblo, siempre. Por
eso, por esa razón, hemos tomado la decisión de que van a marchar junto con
nosotros. ¿Están de acuerdo? ¿Sí o no? No estamos secuestrándolos, no estamos
amenazándolos, no estamos maltratándolos: estamos pidiendo que se unan al
pueblo”. Estuvieron diez horas bajo su guardia.
Se
habla mucho de los medios como rehenes de una opinión pública que los empuja
por la vía de la indignación y el abucheo en las redes. Pero cuando ese apremio
permanente se convierte en coacción física, como pasó en Ecuador, los medios
quedan convertidos en un simple megáfono que no pueden aplicar su criterio ni
ejercer una mirada propia. El periodismo militante genera de por sí muchos
riesgos, pero el periodismo obligado a la militancia es imposible. El recelo al
poder del Estado no se puede equiparar a la adhesión a sus opositores, por justos
y atractivos que estos parezcan. Para cubrirse de los gases de la policía no se
puede usar la colorida pañoleta de los manifestantes.
Atisbo un discurso que me quisiera apropiar
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