En
muchos lugares la cuarentena ha comenzado a ser imaginaria. La gente decide
actuar basada más en los daños y las necesidades inminentes que en los riesgos futuros
e inciertos. No se trata de un espíritu de la desobediencia ni de una
reivindicación de derechos liberales. Es muchos más sencillo: el arrojo
inevitable de quien siente que su vida se deteriora día a día. El temor frente
a esa amenaza invisible y cierta va cediendo frente a un llamado que se impone:
la calle se convierte en obligación y los locales a media reja en estrategia de
bioseguridad. Y nos damos cuenta de que la pandemia también puede ser agitación
y que los días de las ciudades fantasmales han comenzado a ser historia y pasto
de decretos.
El
comercio tiene una forma viral de propagación, intenta conservar la vida de
maneras imaginativas, con múltiples mutaciones y estrategias, se filtra por los
lugares más inesperados y tiene el gen contagioso que impone la competencia. El
fin de semana estuve de visita por el sector comercial que en Medellín se
conoce como El Hueco. Un enjambre de todo tipo de comercios, desde telas hasta
químicos industriales, desde maderas hasta almacenes de juguetes. Un solo detalle
deja claro que venden lo que a usted se le ocurra: encontré un local con
ofertas de espuelas para los gallos de pelea.
De
repente El Hueco se ha convertido en un paradójico escenario para la
bioseguridad. Un voceador con tapabocas es el más representativo espécimen del
lugar, una contradicción en los términos. Se acumulan miles de compradores por
calles y aceras, los vendedores guardan una amable y contagiosa distancia, los
restaurantes atienden sus corrientazos en una mesa sí y otra no, las tiendas
venden el guaro para llevar puesto. En medio de ese ambiente de vieja
normalidad se ha impuesto un nuevo mercado, la venta de elementos para evitar
el contagio: tapabocas, caretas acrílicas, cintas para aislar locales, telas
para diseñar nuevos tapabocas, elásticos por metros para confeccionarlos,
alcohol por barriles, antibacterial con olor a sándalo, traje para dama con
pañoleta compañera para cubrir nariz y boca, avisos para demarcación de
distancia, tapetes para protocolos con amonio cuaternario, bombas pequeñas,
medianas y grandes para rociar venenos y alcoholes varios…
La
bioseguridad es ahora un simple asunto visual, compuesto de líneas negras y
amarillas, de palabras que se repiten, de reglas para una relativa tranquilidad
y para cumplir las reglas a simple vista. Ninguno de esos comercios tenía
autorización para abrir. Estaban ahí solo para “proteger” a los clientes que
necesitan elementos para cuidarse y abrir sus locales cuando llegue el día. Una
hermosa lógica circular dicha con el desparpajo y la sonrisa cubierta por el
tapabocas del Guasón. Nos arriesgamos para protegernos. Suena el mismo
vallenato en las carretas que antes cargaban mangos y ahora llevan overoles
antifluidos. Mientras tanto una moto con dos policías pasa entre los carros
intentando evitar una rechifla de ese hueco con renovada efervescencia. Hace
una semana una asonada mostró sus primeras piedras en uno de los centros
comerciales de la zona. El síndrome de abstinencia de los vendedores informales
y los profesionales de la oferta.
Ahora
el alcalde de Medellín decreta que para abrir los comercios deben “enlazarse” a
las cámaras de la Empresa de Seguridad Urbana. Y que ese será un primer paso
para la vigilancia futura. Y no queda más que pensar que la autoridad local
mide otra temperatura y alardea de otro control. Como pasa casi siempre, a
nuestras discusiones les falta un poco de realidad.