Es
víspera de la independencia. No hay banderas, ni siquiera hay trapos rojos. La
gente está cansada hasta de los clamores. Ahora el encierro está hecho de
resignación y miedo, ya no estamos recién bañados frente al virus, estrenando
una máscara y una mueca. El espectáculo de la ciudad vacía ya no asombra las
ventanas, la expectativa frente a un nuevo tiempo se ha convertido en una
neurosis colectiva de acusaciones y aplicaciones. La mayoría de quienes están
afuera no ejercen un desafío sino una obligación. Viven o trabajan en la calle,
en las orillas, en las sombras de los puentes, en las cunetas de las
canalizaciones, bajo las carpas en los “parques de consumo”. Los retornos que
marcan los cambios de sentido de las autopistas, las orejas de los puentes que
nos llevan en otra dirección son para ellos las paradas, los espacios para templar
el plástico y parquear la carreta. Viven en las sobras de las calles que ahora
brillan distinto.
El
cinismo nos empuja a decir que quienes viven en la calle son los dueños de la
ciudad en tiempos de la cruda cuarentena. Pero solo son los únicos en ese
paisaje nítido, se han hecho más visibles, menos precavidos y caminan por el
medio de las calles, siguiendo las líneas que marcan los carriles, mirando las cámaras
de las multas, alejados del temor a los policías. Esa soledad dicta algunas
normas blandas, excepciones y modales para viejos enfrentamiento. En una plaza
histórica de la ciudad un habitante de parque lava la patrulla de los policías.
Sacude los tapetes y brilla los espejos. Es posible que haya conocido la maleta
den ese mismo carro en otras condiciones. También vi un particular jardinero y
celador trabajando con la botella de sacol en una mano y una manguera en la
otra. Regaba las matas de un CAI cerrado por inventario a cambio de buenos
tratos. Y los trabajadores de la construcción ya no se cuidan de sus amistades
peligrosas. Una recicladora vestida con el andrajo amplio que lleva el número
10, el lujo de un equipo de barrio, pasa por la construcción y le dice con
gracia al hombre de la retro, “ahora le caigo pa que parchemos”.
Las
ambulancias también han apuntado su atención a la calle. Los deambulantes son
más visibles y más peligrosos. Un hombre lleva más de 24 horas sin levantar de
la acera de un parque marcado por la mala fama. Los hombres de blanco lo miran
con atención, las caretas acrílicas amplifican un poco al paciente, le ofrecen
una mano enguantada. El hombre los mira con algo de temor e incredulidad. No
reconoce una sirena que no sea de la policía.
Por
fin apareció una bandera. La lleva un hombre diminuto que arrastra pasos hace
años, un barequero de calle que vive de los mandados y de una simpatía que el
tapabocas esconde a medias. Agita la bandera en un asta que lo dobla en altura.
Le pregunto por esa bandera que anticipa el 20 de julio y responde con la
gracia que lo mantiene caminando: “Para clamar justicia y que los policías no
me la monten”.
Nunca
había visto tantas fogatas en las calles ¿Dónde estaban esas cocinas
improvisadas? ¿Qué tal hacer un pequeño inventario de esos menús callejeros? Al
final del recorrido me siento un voyerista en la casa grande de los callejosos.
Los vi barriendo bajo el puente como en cualquier domingo doméstico, viendo
comer al perro con algo de ternura, sacando la caja de los “ahorros” de una
alcantarilla, pasando la tarde con la película de acción del domingo en una
televisión callejera al lado de la autopista ¿También extrañarán el movimiento
de esa máquina hoy atascada? Seguro que sí, el desprecio y la compasión son sus
únicas fuentes de supervivencia.
Buenas tardes. Buena columna.
ResponderEliminarPor favor, revise esto en su columna:
viejos enfrentamiento den levantar.
Gracias
Me has dado nostalgia chiquita.
ResponderEliminarXOXO