Los policías se han cansado de imponer comparendos. No quieren abrir
sus libretas ni llenar las planillas ni perseguir a los simples caminantes.
Ahora solo se dedican ahuyentar las polillas que rondan las licoreras, a
espantar a quienes visitan los parques o buscan una rendija para tomar aire en
las tiendas y en los restaurantes a media reja. En algunas partes la policía ha
entendido más pronto que los mandatarios y ha decretado una nueva normalidad
más allá de los mandatos oficiales. La calle entrega algo de realidad que es
imposible ver con la careta acrílica desde las oficinas.
El presidente dice que el 90% de la economía está andando. Desde
hace días la gente se mueve con relativa libertad hacia sus trabajos. Las
calles más trajinadas han vuelto a sus aforos y sus afanes. Sin embargo, desde
muchas administraciones municipales y desde algunos despachos en las
gobernaciones sigue primando una rigidez que tiene que ver con las apariencias
y el ánimo de mostrarse implacables más allá de las evidencias. Los caprichos
del poder han encontrado el parapeto de la ciencia y han hecho pasar por
irresponsables los más simples reparos. Ahora los mandatarios dicen tomar
decisiones atendiendo los consejos de su “equipo epidemiológico”. De modo que
los ciudadanos deben hacer sus propios modelos pandémicos para poder opinar.
La histeria del cierre definitivo ha animado a una parte de la
ciudadanía a intentar un control sobre sus vecinos, ha llamado a la
desconfianza, a la necesidad de ver a los demás como una amenaza. En nuestras
sociedades acostumbradas a resolver los problemas por la vía expedita de la
agresión, algunos alcaldes han terminado alentando el “sapeo”. Lo que empezó como
un reproche social alentó el abuso de pequeños dictadores en porterías y
barrios. El “castigo” de los grupos armados a los desobedientes crece con un
implícito espaldarazo oficial. En Estados Unidos las detenciones y las
sanciones económicas han recaído sobre la población históricamente discriminada.
Los comparendos y los contagios crecen en los mismos estratos. Entre nosotros es
fácil imaginar quienes han sido acusados por la fiscalía por violar las
cuarentenas y quienes encabezan el ranking de comparendos recibidos.
Los cierres totales de parques, restaurantes, ciclovías o simples
aceras empujaron a la gente hacia los encuentros clandestinos con mayores
riesgos. Abrir un poco la válvula para permitir el contacto social en espacios
abiertos con cuidados que atiendan el sentido común habría ahorrado contagios y
desquicios. El contacto social no es un abuso ni una muestra de egoísmo, es un
“artículo de primera necesidad” humana.
Parece que los ciudadanos hemos perdido las mínimas posibilidades de
decisión, de aceptar la realidad y gestionar los riesgos. Los mayores de
sesenta tratados como niños y los niños y adolescentes tratados como ancianos
vulnerables cuando son los menos afectados por el virus. Más de diez países han
abierto sus escuelas y colegíos sin consecuencias de mayores contagios o
muertes. Pero aquí durante muchos días los menores no pueden siquiera caminar
con su padre o su madre en un parque. Ni hablar de sentarse a conversar un rato
sin la asfixia de las pantallas y la omnipresencia paterna. Tampoco pueden
montar en los peligrosos columpios Covid sellados con cintas. No importa que se
adviertan mayores daños en la salud por esa larga permanencia en casa. La
falacia del cuidado se tomó todos los ámbitos. No queda más que confiar en la
fatiga policial y salir a tomar aire y algo más.