Los
juicios penales son un importante teatro en nuestro escenario político y
nuestra discusión pública sobre lo debido y lo humano. El principio de
publicidad adoptado por el sistema penal acusatorio en 2004 ha logrado que las
actuaciones en dicho teatro tengan una audiencia y un histrionismo mayor, y que
las presiones crezcan sobre algunas de las decisiones procesales. Efectismo
judicial, afán punitivo y una especie de apetito de venganza, luego de años de
impunidad, rondan los estrados y los estados de la opinión. En medio de ese
ambiente las medidas de aseguramiento son el primer lance en miles de procesos,
una especie de tanteo clave en procesos que tienen visibilidad en los medios y
consecuencias en la política. Más que la última opción en medio de un juicio,
una excepción a la presunción de inocencia, las medidas se ven ahora como un
necesario escarmiento y un escarnio efectivo para muchos imputados, una pena
por anticipado, una oportunidad para el titular.
Hasta
hace un poco más de 15 años los fiscales tenían la potestad de decretar medidas
de aseguramiento en Colombia. Los fiscales ejercían ese poder con un peligroso
sesgo: la solidez de su investigación y su acusación se veía respaldada por la
severidad de una detención preventiva. La llegada de los jueces de control de
garantías ha servido para limitar las detenciones de los procesados durante el
juicio. Con el comienzo de la aplicación del nuevo código penal, Ley 906, se
fueron corrigiendo exageraciones y desacuerdos. Al inicio los fiscales pedían
medida de aseguramiento en el 37% de las imputaciones y los jueces de control
de garantías negaban más o menos una de cada tres. Poco a poco, con ayuda de
varios fallos de la Corte Constitucional que recalcaron la excepcionalidad de
las medidas, fiscales y jueces parecieron llegar a acuerdos. Desde hace unos
años las solicitudes de detenciones preventivas se han emparejado con la
imposición efectiva. Hoy en día los jueces solo rechazan un poco más del 5% de
las medidas que solicitan los fiscales en medio de las imputaciones. Con las
sentencias de la Corte y el ejercicio común se han ido encontrando acuerdos
sobre la necesidad y se ha mitigado una parte de los abusos.
Pero
las cifras de quienes van a la cárcel sin haber sido condenados siguen siendo
altas en el país. Más o menos el 20% de los imputados termina pasando una parte
del juicio en centros carcelarios. Otro 5% está en medio de una detención domiciliaria
y el 2% tienen medidas preventivas distintas a la restricción de libertad.
Además, una tercera parte de quienes están “guardados” en Colombia son personas
en espera de un fallo en medio de un juicio. México, Brasil. Argentina, Perú,
Bolivia tienen cifras aún más altas en el porcentaje de “encerrados” sin
condena. Parece que América Latina elige castigos anticipados, injustos muchas
veces, a falta de condenas en tiempos aceptables.
El
proceso contra el exsenador Uribe hizo que la opinión pública se volcara sobre
una audiencia virtual donde parecía imposible atender y entender los argumentos
jurídicos, un enredo entre posibles jueces, distintos códigos aplicables,
equiparación imposible de momentos procesales, falta de reglas específicas. La
política fue por supuesto la protagonista en un pleito penal entre
representantes de los más grandes de nuestros enconos electorales, pero nunca
sobra entender algo sencillo más allá de las arengas y los códigos: la
libertad, con amplios amparos constitucionales, debe ser siempre la regla. El
fetiche de la foto con la placa y el número, sirve para alentar linchamientos
públicos, presiones partidistas y juicios radiales, pero los riesgos serán para
decenas de miles de imputados cada año.
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