miércoles, 19 de mayo de 2021

Abuso judicial

 



Legalizar el abuso parece ser la nueva estrategia del gobierno nacional y la fiscalía. Un tándem cada vez más parecido al ya famoso “matrimonio” que se mueve en moto con la chaqueta verde de quien va al volante y armadura negra para el parrillero. La idea se pretende inteligente a pesar de lo perversa. Tiene el doble objetivo de limpiar el primer abuso, la captura ilegal y la golpiza, y aplicar un segundo atropello aún más grave, el sometimiento a un juicio y una larga detención preventiva. La estructura de defensa pública de nuestra justicia y la discriminación de la policía a la hora de aprehender y aporrear se encargan de completar el cuadro: los cazados generalmente no tienen cómo pagar un abogado y los defensores de oficio cargan hasta con ochenta acusados y difícilmente pueden siquiera contestar el WhatsApp de las madres desesperadas.

En Medellín, durante los primeros días del paro, se vieron varios casos que ejemplifican muy bien la felonía. Y me perdonan el tono abogadil que va tomando esta nota. Jóvenes capturados al azar, en medio del tropel, por lo general jóvenes que huían ante las primeras escaramuzas, terminaron asistiendo a una audiencia de imputación con la cabeza rota. Antes de la audiencia fiscales y policías estaban concertando a ver cuál era el delito más apropiado para hacer valer su mentira, como si estuvieran llenando un crucigrama. Otra vez el “matrimonio” en acción.

El caso más sonoro fue el de cuatro jóvenes capturados en el parque de El Poblado. Se escampaban debajo de una cornisa cuando llegaron los policías a cumplir con su cuota de captura y bolillo. Los atacaron sin mediar palabra, los capturaron y fueron acusados de violencia contra servidor público, un delito que da entre cuatro y ocho años de cárcel. Ese atropello normalmente se quedaba en los Centros de Traslado por Protección, donde la policía lleva a quien deambule en estado de alteración grave de conciencia, presente comportamientos agresivos o realice actividades peligrosas, o sea cuando a un agente le dé la regalada gana. El tiempo máximo de “estadía” en esas bodegas es de doce horas. Ahora las cosas han escalado y una cuota de los capturados está pasando del código de policía al código penal. No pregunten por la Defensoría que ahora está dedicada a agachar la cabeza.

Afortunadamente hay penalistas que salen a ofrecer y prestar sus servicios ante los atropellos de policía y fiscalía y el desgano del ministerio público. La expresión declamatoria de luchar por la libertad encuentra de vez en cuando a algunos que logran hacerla literal. Pero los peligros no se quedan en las actuaciones de los funcionarios mencionados. Algunos jueces vienen a aportar su granito de arbitrariedad. En el caso en Medellín la palabra de los policías, que dijeron haber sido golpeados con piedras y botellas y estar muy cerca de ser “acribillados”, terminó siendo prueba incontrovertible. No valieron los testimonios de los capturados ni de al menos diez personas más entre ellos defensores de Derechos Humanos: “Por qué los agentes van a estar diciendo mentiras”, dijo el juez. Y si la policía no miente pues sobra el juicio. Basta su testimonio. Fue necesario que apareciera un video que mostraba la escena completa para que el juez decretara la libertad. Sin esa cámara en el sitio y el momento preciso esos cuatro jóvenes golpeados estarían en la cárcel. Antes, el juez les había dicho que si eran educados y de buenas familias qué estaban haciendo allá. Y luego de liberarlos, les prohibió participar en nuevas protestas. Hay que aceptar que el Estado va puliendo sus formas de abuso.


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