miércoles, 26 de mayo de 2021

Borrar el muro

 



En 1935 un acuerdo del Concejo de Medellín encargó a Pedro Nel Gómez diez frescos para acompañar desde los muros del cabildo las discusiones públicas. En Colombia las polémicas artísticas comenzaban a hablar de “conciencia social” y representación de las “pulsaciones emocionales del pueblo”. La política había llegado a los primeros salones de arte y los muros en los edificios públicos emblemáticos (Teatro Colón, Capitolio, alcaldías, Universidades) eran parte de la lucha partidista. Los frescos de Pedro Nel en el Concejo tenían algunos títulos sugestivos: “La muerte del minero”, “La sopa de los pobres”, “Maternidad americana”. Ni los colores, ni los temas, ni las figuras les gustaron a los políticos más conservadores y a la sociedad más pacata. Estaban acostumbrados a la exaltación de lo que ellos consideraban los valores y no a la crítica “repugnante”.

Unos años después, cuando ya los frescos presidían el Concejo de la ciudad, Laureano Gómez dejaba clara su indignación por la manera como se habían “embadurnado” los muros de un edificio público: “Sin duda mayor desconocimiento del dibujo y más garrafales adefesios en la pintura de los miembros humanos. Una ignorancia casi total de las leyes fundamentales del diseño y una gran vulgaridad en los temas, que ni por un momento intentan producir en el espectador una impresión noble y delicada.” Además, ese arte vergonzoso era una copia del muralismo mexicano (siempre el miedo a esos enemigos que adoctrinan desde afuera) y representaba sobre todo la pereza y el “disfraz de la inhabilidad”. Más tarde, el Concejo de Bogotá aprobó una moción pidiendo que se borraran los murales de Ignacio Gómez Jaramillo que “afean las escaleras del capitolio nacional”. Lo que en principio era una crítica estética terminaba en términos políticos: “¿O es que a los pintores y artistas se les premian entre nosotros sus ideas izquierdistas pero no el mérito intrínseco de sus obras?”

El fin de semana pasado hubo polémica en Medellín por un muro pintado en el barrio El Poblado. El colectivo más grande de grafiteros de la ciudad ha intervenido más de veinte muros, muchos de ellos con mensajes referentes al abuso policial que el paro no ha hecho más que confirmar. La leyenda era sencilla y sugestiva: “Convivir con el Estado”. Era de grandes dimensiones, como el hecho que buscaba señalar y condenar. Esa larga convivencia entre grupos paramilitares y agentes del Estado.

Al día siguiente algunos vecinos del barrio salieron a borrar ese titular callejero a doce columnas que les pareció ofensivo y violento. No podían entender por qué alguien venía a “rayar su barrio”. Su lógica se parece un poco a la de las bandas que imponen fronteras invisibles a los territorios que controlan. Para ellos la ciudad está compartimentada, no solo ideológica y socialmente sino en sus límites “geográficos”. “Medellín es nuestra”, decían mientras oían en himno antioqueño en una escena falangista. También sorprende cómo una leyenda que recuerda crímenes de Estado en alianza con políticos, mercenarios y empresarios les sentó tan mal. La ofensa que les produjo el menaje tiene algo de autoinculpación. Los “buenos” (así se llamaban en su estribillo de calle) deciden entonces cuáles son los mensajes que deben ir en los muros de la ciudad, se han elegido curadores eméritos. Y no sólo eso, consideran que borrar la opinión ajena e incómoda a sus ideas es un acto de paz. Ir acompañados de niños y policías con pintura blanca y verde es para ellos una muestra suficiente de concordia. Ven sombras en los muros, le temen a las letras, pretenden dictar la estética e imponer su política. Habitan en viejos tiempos y en carros nuevos.


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