En
1935 un acuerdo del Concejo de Medellín encargó a Pedro Nel Gómez diez frescos
para acompañar desde los muros del cabildo las discusiones públicas. En Colombia
las polémicas artísticas comenzaban a hablar de “conciencia social” y representación
de las “pulsaciones emocionales del pueblo”. La política había llegado a los
primeros salones de arte y los muros en los edificios públicos emblemáticos (Teatro
Colón, Capitolio, alcaldías, Universidades) eran parte de la lucha partidista.
Los frescos de Pedro Nel en el Concejo tenían algunos títulos sugestivos: “La
muerte del minero”, “La sopa de los pobres”, “Maternidad americana”. Ni los
colores, ni los temas, ni las figuras les gustaron a los políticos más
conservadores y a la sociedad más pacata. Estaban acostumbrados a la exaltación
de lo que ellos consideraban los valores y no a la crítica “repugnante”.
Unos
años después, cuando ya los frescos presidían el Concejo de la ciudad, Laureano
Gómez dejaba clara su indignación por la manera como se habían “embadurnado”
los muros de un edificio público: “Sin duda mayor desconocimiento del dibujo y
más garrafales adefesios en la pintura de los miembros humanos. Una ignorancia
casi total de las leyes fundamentales del diseño y una gran vulgaridad en los
temas, que ni por un momento intentan producir en el espectador una impresión
noble y delicada.” Además, ese arte vergonzoso era una copia del muralismo
mexicano (siempre el miedo a esos enemigos que adoctrinan desde afuera) y representaba
sobre todo la pereza y el “disfraz de la inhabilidad”. Más tarde, el Concejo de
Bogotá aprobó una moción pidiendo que se borraran los murales de Ignacio Gómez
Jaramillo que “afean las escaleras del capitolio nacional”. Lo que en principio
era una crítica estética terminaba en términos políticos: “¿O es que a los
pintores y artistas se les premian entre nosotros sus ideas izquierdistas pero
no el mérito intrínseco de sus obras?”
El fin
de semana pasado hubo polémica en Medellín por un muro pintado en el barrio El
Poblado. El colectivo más grande de grafiteros de la ciudad ha intervenido más
de veinte muros, muchos de ellos con mensajes referentes al abuso policial que
el paro no ha hecho más que confirmar. La leyenda era sencilla y sugestiva: “Convivir
con el Estado”. Era de grandes dimensiones, como el hecho que buscaba señalar y
condenar. Esa larga convivencia entre grupos paramilitares y agentes del Estado.
Al día
siguiente algunos vecinos del barrio salieron a borrar ese titular callejero a
doce columnas que les pareció ofensivo y violento. No podían entender por qué
alguien venía a “rayar su barrio”. Su lógica se parece un poco a la de las bandas
que imponen fronteras invisibles a los territorios que controlan. Para ellos la
ciudad está compartimentada, no solo ideológica y socialmente sino en sus
límites “geográficos”. “Medellín es nuestra”, decían mientras oían en himno
antioqueño en una escena falangista. También sorprende cómo una leyenda que
recuerda crímenes de Estado en alianza con políticos, mercenarios y empresarios
les sentó tan mal. La ofensa que les produjo el menaje tiene algo de autoinculpación.
Los “buenos” (así se llamaban en su estribillo de calle) deciden entonces
cuáles son los mensajes que deben ir en los muros de la ciudad, se han elegido
curadores eméritos. Y no sólo eso, consideran que borrar la opinión ajena e
incómoda a sus ideas es un acto de paz. Ir acompañados de niños y policías con
pintura blanca y verde es para ellos una muestra suficiente de concordia. Ven sombras
en los muros, le temen a las letras, pretenden dictar la estética e imponer su
política. Habitan en viejos tiempos y en carros nuevos.
4 comentarios:
¡Excelente! Gracias, Pascual Gaviria.
Poderosísimo. Gracias!
Solo "gente de bien"
Los buenos somos más...
Más que?
Más egolatras?
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