Leer el diario de un policía, su minuta de registros, riesgos, violencia, corrupción y frustraciones, fue un ejercicio paradójico: nada me sorprendió pero cada página me dejó detalles aterradores. El libro, a la vez el retrato de algunos municipios y de una institución en mora de reformas, se llama Detrás de la placa y fue escrito por Andrés Acosta Romero hace unos cuatro años. El agente Acosta llegó a la policía en abril de 2003 y vistió el uniforme por más de 10 años. Tiene algo especial ese agente con gustos rockeros y horas libres al lado de Poe y Camus “para no penar güevonadas”.
Nunca
quiso ser policía, su vocación estaba lejos de ese “servicio” en el que lo
inscribió su madre aburrida de ver sus ocios de billarista en su natal
Villavicencio. Él solo puso la huella y la firma en el formulario diligenciado.
El primer contacto con la policía lo había tenido a los 19 años cuando una
palmada en la espalda lo despertó de su “vuelto” en patineta oyendo a los Illia
Kuryaky and the Valderramas. Un policía lo esculcó hasta los huesos
preguntándole dónde tenía la marihuana y luego pasó más de 12 horas en una
celda de castigo por su pantaloneta camuflada. Un abuso de rutina para miles de
jóvenes en Colombia.
Pero
el uniforme lo esperaba luego de cansarse de llevar hojas de vida siguiendo la
ruta de la bolsa de empleos del Sena. Antes unos vecinos le habían propuesto
irse al Caquetá al próspero negocio de raspar y cocinar. Para eso no necesitaba
entrevista de trabajo. Eran los tiempos del Plan 10.000 en la primera
presidencia de Uribe y la formación de los agentes había pasado de un año a
seis meses. “De uniforme colegial a uniforme policial, de muchacho de barrio a
autoridad, de cuadernos a revólverl…” Antes de jurar lealtad a la patria y besar
la bandera, Acosta aprendió a marchar como muñeco de cuerda, a ser sumiso y
agachar la cabeza, a gritar para ganar respeto frente a los ciudadanos, a
brillar sus botas y templar las cuatro esquinas del catre. “Salí sin saber la
diferencia entre un policía y un militar…”
Solo
unas semanas después de salir a las calles y entrar a las estaciones fue
testigo del primer abuso policial. En Mosquera, Cundinamarca, municipio de
bautizo, un sargento mayor les partió 3 tablas de un camarote a dos detenidos
que habían peleado en una celda: “Parecía una escena de Guantánamo”. Más tarde,
trabajando en Chía, sería testigo de cómo un subteniente casi mata a un
borracho en un calabozo a puta de puños y patadas. Acosta no quiso atestiguar a
su favor en la investigación y fue castigado a una caseta polar para cuidar la
casa finca de un congresista: “Un policía prestando servicio como vigilante privado”.
El
patrullero también sufrió los acosos por demostrar “operatividad”, es decir por
incautar drogas, armas o llevar detenidos. Una simple estadística para las
celdas. Así llegó a un acuerdo para recibir informes de una jíbara jefe a cambio
de dejarla trabajar mientras ella le entregaba a sus rivales de plaza. También
cuadró caja con sobornos de rutina a carros y camiones y aprendió que los
restaurantes de carretera son un paraíso para almorzar gratis y levantar
meseras. Y sufrió la discriminación de los oficiales sobre sus subalternos, la
imposibilidad de ascender, la segregación interior que es incluso peor que la
que se acostumbró a sostener en las calles.
El
libro tiene algo de alegato y desengaño. Ahí están las burlas de sus vecinos
cuando llegó rapado, los insultos en las marchas y el desprecio de alguna novia
que le dejó claro su valor: “Estoy saliendo con un ingeniero industrial… Tu tan
solo eres un patrullero que apenas terminó bachillerato”. Esa placa que es un
escudo y una afrenta.
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