Durante
siete años Brasil celebró una campaña anticorrupción con visos de carnaval y
entregó aires de justicia y revancha a una mayoría de la población. La política
ya no aportaba ninguna credibilidad así que era hora de que los jueces, su investidura
y su severidad, cargaran con las emociones extinguidas de las campañas
políticas. Las primeras del caso Lava Jato se dieron en 2014 e involucraron a
46 personas por delitos de soborno por parte de la estatal Petrobras y lavado
de dinero. Un año más tarde el ministerio público había construido un portal
con información abierta sobre el proceso que unos meses después ya tenía más de
un millón de visitas. Ya en el 2017 el expresidente Lula da Silva había sido
condenado a nueve años de prisión por recibir sobornos de Odebrecht y perdía
así la oportunidad de participar en las elecciones presidenciales de 2018.
Sergio
Moro fue desde el comienzo el líder y la cara visible de la ofensiva, un
moralizador que se fue entusiasmando con su tarea y con la sociedad civil que
lo aclamaba. Sus declaraciones sobre la vanidad judicial parecían calcadas de
los políticos: “¡Siempre he dicho públicamente que lo importante es el trabajo
institucional, el poder judicial y sus instituciones. Entonces, debemos enfocarnos
en el fortalecimiento de las instituciones porque esto también implica el
fortalecimiento de nuestra democracia!”. Pero comenzaron a aparecer las fotos
sociales con la gente de la Social Democracia que al mismo tiempo eran llamados
a declarar contra sus rivales políticos. Las advertencias de los juristas más
serios y garantistas fueron desestimados como un afán de tapar a los poderosos.
Desde 2014 un magistrado del Tribunal Federal dejaba claros los peligros: “Es
un juez que presta un servicio público relevante, pero tiene que tener
cuidado de no transformarse en un Estado policíaco". Moro conminaba a Lula
a declarar con la policía antes de notificarlo, filtraba a la prensa las piezas
que consideraba fundamentales así no tuvieran respaldo legal. Por ejemplo, las
interceptaciones de conversaciones con Dilma Rousseff que justificó citando como
precedente el Watergate gringo del 1974.
Moro
recibía premios internacionales, era aplaudido a rabiar en sus visitas a
capitales latinoamericanas y su capa de súperjuez cubría casos y condenas un
muchos países. La falta de un contrincante de peso por la “descalificación” de
Lula sumada al impulso anticorrupción llevaron a Bolsonaro al poder. Moro que
había negado de plano la posibilidad de estar en la política llegó al
ministerio de justicia del nuevo presidente alegando que era un cargo técnico
para impulsar reformas claves. Un año y cuatro meses duró antes de salir
disparando del gobierno por las injerencias de Bolsonaro en el despido del jefe
nacional de policía.
Pero
faltaba lo peor. Las comunicaciones por Telegram de Moro y los fiscales se
filtraron y fue claro que el juez hacía también de fiscal y daba órdenes y
consejos a los acusadores. Ahora sí las filtraciones le parecían injustificables.
En marzo pasado el Tribunal Supremo de Brasil confirmó la libertad de Lula y
anuló los fallos en su contra decidiendo que el fallo de Moro había sido
parcializado. Ahora muchas de las causas penales de Lava Jato tambalean y no de
los magistrados del tribunal habló de la Stasi brasilera.
En
Colombia esos juegos de justicia suelen ser mucho más mediocres. Impulsados por
Margarita Cabello o Carlos Felipe Córdoba, simples rondadores de curules con
encargos partidistas e ínfulas justicieras. Moro, la procuradora y el contralor
demuestran que la aparente lucha contra la corrupción puede encarnar tantos
peligros como la corrupción.
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