Antioquia
se convirtió en una especie de anomalía electoral en el mapa de Colombia. No es
extraño si se mira la política en los últimos veinte años y ciertas manías
grandilocuentes que hablan de razas y otras taras. Lo verdaderamente extraño es
que algunos (no pocos) encuentren gran motivo de orgullo en una simple
inclinación política, y que identifiquen el gusto de las mayorías en sus mesas
de votación con la señal de ser un pueblo elegido, una “nación”. El temor frente
a una opción política es visto como una especie de revelación y los prejuicios
como principios a defender. Nuestra política local, la más pequeña, la que se
comenta en las casas y los grupos de WhatsApp, puede parecerse a los ataques de
histeria que se inducen en algunos cultos menores.
. Hace
unos días le tomé una foto a un aviso en el vidrió trasero de un taxi en la
ciudad de Medellín con este mensaje: “No dejemos quitarnos nuestra libertad,
nuestro país, nuestras vidas del Comunismo, la peste que invade a
Latinoamérica... Vota bien”. Ese letrero excitado define el sentimiento de miles
de ciudadanos en el departamento. Y ahora, después de las elecciones, han
salido algunos a recordar la idea de una Antioquia federal, repitiendo las palabras
de los godos de mediados del siglo XIX cuando el Estado Federal de Antioquia
era un “oasis de libertad, o el asilo que tienen los principios buenos en esta
orgía de anarquismo”.
Una
parte de los empresarios y los políticos, quienes se autodenominan como la
clase dirigente en Medellín, está cada vez más desconectada nacional, generacionalmente
y socialmente. La mayoría de los jóvenes votaron por Gustavo Petro y en muchos
de los barrios populares esa candidatura tuvo más del 40% de los votos. Pero
esa “clase dirigente” cree que meterse en una burbuja, o en una urna para que
quede más claro, es una medida sana, purificadora. Por eso algunos intentaron
adoctrinar a sus trabajadores, otros miran con recelo, casi con temor, a quienes
marcan distinto el tarjetón y algunos más amenazaron con represalias económicas
y sociales a quienes osaron apoyar públicamente al candidato de sus terrores. Y
todo recuerda a Fernando González y sus diatribas a esa “Medellín dominada por
inhóspites vendedores de rollos de tela…”
Varias
razones han empujado a esa histeria electoral. La primera es la llegada de
Daniel Quintero a la alcaldía. Quintero ha disfrazado el latrocinio de
progresismo y sin duda multiplicó los temores sobre Petro. Aquí ya no se trata
de ideología sino de la muestra patente de un gobierno experto en mentiras y
tropeles. Se impuso entonces la lógica de que Petro podía ser tan funesto como su
pretendido aprendiz. La segunda es el desembarco de los Gilinski en las
empresas más representativas de la ciudad. Ahí se materializó otra amenaza
contra otra burbuja, un arca para que quede más claro, que se veía
absolutamente blindada. De modo que la llegada de Petro a la presidencia fue el
golpe definitivo para ese nerviosismo que se venía alentando.
Antioquia,
que se dice pujante y elegida, deberá entonces despertar de su letargo, de su
sueño de modales modosos y sectarismo, y actualizar un poco sus miras, dejar de
pensar en sus poderes intocables y sus purismos y ponerse a pensar un rato, a
mirar con más atención, a escuchar más allá de sus acentos y sus pactos.