martes, 4 de noviembre de 2014

Policías y masacres






Los uniformes de la policía se pueden convertir en un comodín criminal. La placa, los números en los chalecos y el serial en las pistolas le entregan un amparo temporal a los rituales macabros de las mafias. El supuesto abismo entre los policías y sus perseguidos es siempre más estrecho de lo que se piensa. Una línea invisible divide el corredor que comparten y los encuentros no siempre se dan del lado de las inspecciones y las planillas oficiales. Hay cruces diarios, encontrones de rutina. Poco a poco comienzan a construir un lenguaje común, a compartir demonios y a ver la muerte como una solución corriente.
La desaparición de los estudiantes en México ha retratado de nuevo a los policías municipales de ese país como una banda uniformada a órdenes de los capos del lugar. Cada tres años los alcaldes de los pueblos arman su cuerpo de policía como si se tratara de simples funcionarios para hacer un censo. Los policías le deben lealtad absoluta a un alcalde que a su vez le debe favores y licencias a un narco. En Iguala las cosas llegaron a un extremo perturbador: no era solo José Luis Abarca, el alcalde, quien nombraba a los hombres que deben vestir las guerreras de la policía, ahora esa decisión era compartida con un capo de nombre sonoro, Sidronio Casarrubias. Los policías de pueblo si acaso reciben la chapa y las balas por parte del Estado, y terminan disparando tiros ajenos contra objetivos propios de los mafiosos. Mientras tanto los campesinos de la policía comunitaria, con una escopeta y una pala al hombro siguen escarbando la tierra en busca de cadáveres.
En Venezuela la pelea es entre los policías que se identifican con las siglas del Estado y los civiles que dicen defender un partido y una revolución. La policía de cascos blindados contra la desarrapada policía política. El Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas (CICPC) fue acusado por organizaciones de Derechos Humanos de cometer la mitad de las ejecuciones extrajudiciales que se habrían presentado en el país en 2013. Hace un mes, un allanamiento al Edificio Manfredi, en el centro de Caracas, dejó cinco personas muertas. La Brigada de Acciones Especiales se enfrentó con la gente del Frente 5 de Marzo, uno de los colectivos del chavismo duro, y la tempestad política que siguió trajo una expresión obligatoria en el país vecino: “revolución a la institución policial”. Las palabras fueron de Maduro y obligaron a la salida de su ministro del interior. En Venezuela la policía lucha desde facciones distintas, defendiendo orillas políticas, cobrando odios de clase, buscando en papel que deje ganancias en medio del desorden.

En Colombia la masacre de ocho personas en una finca en el sector de La María, al sur de Cali, también tiene sus pertrechos de policía. Miller Andrés Ramos, un patrullero, les entregó a los asesinos los chalecos para que llegaran presentables. El hombre pagó el valor de las prendas y salió libre hace unos días. Se dice que detrás la masacre estarían las siete toneladas de coca incautadas en abril pasado en Cartagena. El Coronel Néstor Maestre, hombre de antinarcóticos, era el encargado de llevar la carga hasta un barco con rumbo a Rotterdam. Para investigar su conducta había sido nombrado en el Cauca donde seguro ya comenzaba conversaciones con otros exportadores. En América Latina, la cinta policial que cerca la escena de las masacres se hace cada vez más natural. 


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