miércoles, 25 de marzo de 2015

Patear la mesa





Nos hemos acostumbrado a seguir ese desorden que llaman la actualidad con un exaltado espíritu de venganza. Nos sentamos en la casa, frente al radio, la televisión o el periódico, a esperar que pase el cadáver de esos enemigos lejanos que aprendemos a odiar en medio de las noticias entrecortadas. Órdenes de captura, indagatorias y renuncias entregan las alegrías a los ciudadanos. Rabia y aplausos animan el circo. Para darse un poco de aires cívicos y democráticos unos de los vociferantes se llaman indignados, condición que certifica sus calidades morales y sus afanes reformistas. Por esa vía quienes no gritan para que todo comience de cero no son más que indolentes o corruptos. Ahora no solo la galería abuchea para que se vayan todos y el mundo comience de nuevo. También algunos dirigentes, en este caso maestros de ceremonia desde los medios, sueñan con una arcadia ideal en la política, un mundo imaginado donde funcionarios y magistrados se amoldarán mejor a sus ideas. Si una crema dental no se les hubiera adelantado, gritarían desde su atril: más blanco sí se puede.
Ahora proponen la renuncia de todos los magistrados de la Corte Constitucional. La acusación contra uno de ellos, al que le quedan dos años en su silla, sería suficiente nos solo para descalificar las actuaciones de todos sus compañeros de sala plena sino para manchar los casi 25 años de historia de la Corte. La prueba reina son las declaraciones del implicado y el origen constitucional de sus nombramientos: recomendaciones desde la Presidencia, el Consejo de Estado y la Corte Suprema para una votación en el senado. Después de dos décadas se han enterado que los magistrados se eligen luego de un pulso y unas intrigas en el Congreso. Y por esa vía han llegado buenos, regulares y malos. Desde la misma tribuna desde donde ahora claman han ensalzado fallos de esa corte en temas de salud, pensiones, derechos para las minorías y protecciones a población vulnerable. La misma Corte que nos salvó de que se impusiera “el estado de opinión” y la separación de poderes se convirtiera en una ficción cercana a la que viven Venezuela y Ecuador. Pero igualar por lo bajo evita la fatiga de las soluciones complejas.
En medio de la gritería a los exaltados no se les ocurre que el placebo de las renuncias colectivas puede terminar en una Corte de bolsillo del gobierno. Los magistrados encargados sí que podrían dedicarse a los negocios privados, en últimas lo suyo será pasajero, un simple e inesperado trampolín. Y el nombramiento en propiedad de nueve magistrados de una sola tacada representará un momento político preciso, con todos sus afanes y perversiones, defecto que busca corregirse con un nombramiento escalonado que represente circunstancias, lógicas y poderes diversos. Basta imaginar una Corte elegida toda bajo los dominios de Mario Uribe en el Senado. De otra parte desmantelar la lógica interna, las reglas invisibles, los acuerdos tácitos que ha construido la Corte Constitucional en dos décadas es más peligroso que dejar que se renueve naturalmente. La idea de lavar la olla y empezar de nuevo desconociendo el fondo, esa especie de sustrato que han dejado los funcionarios de todos los despachos que por allí han pasado, no es más que un grito de desespero y una estrategia de quienes quieren ver a sus fichas en el tribunal constitucional. Aquí coinciden indignados y agazapados. Ojalá la sensatez nos libre de semejante tentación.



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