miércoles, 1 de abril de 2015

Jefes de debate





La beligerancia, el temor de la audiencia política, el ardor sectario de los bandos enfrentados, el partidismo soterrado y la fascinación por los juicios han logrado que el Procurador Ordóñez y el Fiscal Montealegre sean hoy los más influyentes jefes del debate nacional. Sobre el papel sus labores están lejos del activismo político y cerca del castigo a los delincuentes y los funcionarios venales o negligentes. De ahí su tono categórico, más amigo de los señalamientos que de los rodeos, y sus respuestas que muchas veces incluyen plazos perentorios. Los cruces de advertencias y declaraciones por fuera de los formatos oficiales, más como voceros de una causa que como funcionarios apegados al estricto libreto de sus funciones, han hecho que en las sedes de sus edificios públicos comiencen a ondear banderas de causas políticas. Ciudadanos enardecidos, caudillos de pueblo, politiqueros de ocasión y simples votantes han comenzado a identificar sus banderas y a tomar a los líderes de la Procuraduría y la Fiscalía como la vanguardia de sus ideas e intereses.
Algo se está haciendo mal desde los partidos políticos, el gabinete ministerial, los pupitres del Congreso, los medios de comunicación y las universidades para que el debate público haya quedado en cabeza de quienes opinan con la ventaja y el poder acusar y condenar. Ordóñez y Montealegre suscitan odios y venias. Se cruzan sablazos mientras todo el mundo se agacha. Luego de la trifulca los espectadores corren a unirse a un bando, algunos por convicción, otros por simple reflejo de protección. Juan Fernando Cristo parece un subordinado del Fiscal y el mismísimo Álvaro Uribe ha terminado de escudero de Procurador. Porque hasta los escuderos coléricos necesitan amparo.
Ordóñez y Montealegre fueron elegidos en medio de lo que parecían ser consensos. El primero logró ochenta votos en el Senado para su reelección. Una de sus rivales renunció a la terna conformada para la elección y el otro bajó la cabeza y aceptó la barrida anunciada. Al momento de la votación treinta y seis senadores estaban bajo su lupa o su rosca: unos investigados y otros beneficiados por nombramientos a familiares. Ordóñez no puede negar su claro origen partidista y se ríe con su gesto de diablo consagrado cuando le preguntan por sus aspiraciones presidenciales. Montealegre por su parte fue elegido por la Corte Suprema luego de apenas una hora de deliberaciones y once rondas de votación. La anterior elección de fiscal general había tardado un año y había dado ciento cincuenta vueltas en la sala plena de la Corte Suprema de Justicia. Su elección se recibió con tranquilidad en los círculos políticos y hasta con admiración en la rama judicial. Un penalista, un académico y expresidente de la corte más prestigiosa del país llegaba al cargo más complejo del organigrama constitucional.

Tal vez sea el tema de la paz el que haya sacado del quicio de sus funciones a Ordóñez y a Montealegre. Tal vez entre nosotros solo se oye con atención a quien tiene posibilidades de entregar consecuencias reales a sus opiniones. En todo caso el protagonismo del Fiscal y el Procurador, su desprecio mutuo más allá de sus posiciones, demuestra que hará falta una mesa de negociación además de la planteada en La Habana. Y certifica que entre nosotros, las investigaciones que más valen son las penales y las disciplinarias. 


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