martes, 26 de marzo de 2019

Opio sin pueblo





Hace 100 años se implantaban las primeras prohibiciones mundiales frente a las drogas (hachís, opiáceos, cocaína) en la llamada Sociedad de Naciones. El fin de la Primera Guerra dejaba espacio para nuevas preocupaciones y los Estados Unidos asumían un liderazgo para prohibir el “suministro de drogas con fines de consumo abusivo”. Se abría un espacio para los lucrativos negocios del narcotráfico. Las grandes farmacéuticas se encargaron de inaugurar rutas y mercados y ponerle una cara menos fiera al comercio. Una familia distinguida de Basilea, en Suiza, está en los orígenes de las grandes riquezas y las tristes persecuciones que han llegado a simbolizar el carrusel de la guerra contra las drogas. Inspirado en un idealismo, que como diría Paul Valery, es además una especie de resentimiento.
En 1894, Fritz Hoffmann, el hijo díscolo de un comerciante de Basilea, se casó con Adéle La Roche, heredera de otra casa comercial en la ciudad. Un pequeño laboratorio farmacéutico fue el esfuerzo del joven matrimonio Hoffmann-La Roche. Al comienzo se presentaron con un jarabe para la tos que tuvo relativo éxito. Pero en 1925 ya estaban tratando otras dolencias con el envío de opiáceos hasta el lejano oriente. Llegaron los señalamientos desde la Sociedad de Naciones, decomisos en el puerto de Hamburgo y cortos periodos de restricciones impuestos por la Sociedad de Naciones. En la década del treinta, ya con la viuda de un hijo de Hoffmann y su esposo, el señor Paul Sacher, manejando la compañía las cosas estaban más tranquilas. Eran amigos y mecenas de los pintores George Braque, Paul Klee, Marc Chagall, y celebraban sus cumpleaños con la compañía y el acompañamiento de Béla Bartók e Igor Stravinski.
Mientras tanto, Estados Unidos pretendía imponer, de la mano de Stephen Porter, excongresista de Pensilvania, una lucha “casi fanática contra el cultivo de opio”, según las palabras del representante Inglés en las comisiones antidrogas en la Sociedad de Naciones. Frente a esa lucha escribía un diario de la época: “Las autoridades han tomado esa actitud en parte por su ignorancia de los hechos y en parte porque quieren encontrar un chivo expiatorio para su propia derrota en la rápida propagación de derivados del opio chino en Estados Unidos”. Los gringos se volcaban contra el consumo de opio en India y China, e incluso contra la hoja de coca en Bolivia, mientras los laboratorios de Alemania y Suiza inundaban el mundo con sus cajas bien marcadas de unas y otras sustancias.

Pero las cosas han cambiado. El puritanismo de la guerra contra las drogas deja al menos 70.000 muertos cada año por sobredosis en Estados Unidos. Los opioides recetados sirvieron de golosina para el abuso durante más de veinte años. Y las multimillonarias familias farmacéuticas ya no son europeas sino norteamericanas. Hace un mes llamó la atención una protesta en el Museo Guggenheim de Nueva York. Cientos de personas dejaban caer desde los balcones interiores del edificio sus recetas médicas con el analgésico Oxy Contin, de la familia de la heroína. Un grito contra unos de los grandes mecenas del museo, los herederos de Arthur, Mortimer y Raymond Sackler, creadores de la farmacéutica Purdue Pharma. Ocultando sus riesgos de adicción y entregando regalos, viajes y otros agasajos a los médicos (46 millones de dólares entre 2013 y 2015), lograron que sus pepas se vendieran más que el Viagra y los posicionaran como la tercera familia más rica de Estados Unidos. Ahora afrontan una demanda de más de 500 estados y ciudades por su incidencia en la crisis de opioides. Tanto buscar las pestes afuera, y fueron a encontrarlas en los donantes a sus museos y universidades. 





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