domingo, 29 de agosto de 2021

Parque de Vacunación

 



 


En Colombia los caminos de la ciencia son misteriosos, muestran rutas extrañas para los éxitos y los fracasos. Hace poco vivimos la incoherencia de una ministra, bióloga molecular, defendiendo las virtudes curativas del hongo Ganoderma Lucidum luego de saltarse algunos pasos del método científico. Durante años hemos visto como un lobista de laboratorio ha recibido recursos y reconocimiento por sus intentos fallidos. Ha vacunado gobiernos y privados a punta de entrevistas y expectativas frustradas. Siempre con la misma fórmula: ensayo, error y presupuesto.

Pero no todas las paradojas científicas han apuntado al fracaso. A finales del siglo XIX y hasta cerca de la mitad del siglo XX, la ciencia colombiana celebró, en relativo silencio, uno de sus mayores éxitos: la fabricación masiva de la vacuna para la viruela. Una vez más la ruta fue misteriosa y un veterinario se convirtió en el protagonista de un trabajo que salvó miles de vidas humanas.

En 1897 Bogotá comenzó a sufrir una epidemia de viruela que avanzaba al paso de las carretas que llevaban los cadáveres a los cementerios marcadas por una bandera amarilla de advertencia. Aquí es donde aparece Jorge Lleras Parra, un veterinario con aires de inventor, amigo de los oficios manuales y que podía fungir como plomero, latonero o aprendiz de talabartería según las necesidades. El mismo año del inicio de la peste la Junta Central de Higiene lo nombró director de Parque de Vacunación. Lleras Parra acudió a Claude Varicel, su maestro en la Universidad Nacional, y comenzó a trabajar en la idea de producir la vacuna. Dos pesebreras sirvieron con “laboratorio” para sembrar la vacuna en las terneras, “ojalá coloradas y de pelo suave que son las que mejores cultivos entregan”. El mismo veterinario describe los inicios de la tarea: “sin elementos de ninguna clase, inventando y construyendo instrumentos y aparatos y utilizando herramientas viejas y cuantos objetos nos podían prestar algún servicio, principió el Parque a funcionar y el día diez de diciembre de 1897 se hizo la primera remesa de vacuna al Ministerio de Gobierno”.

Lleras Parra trabajó durante 42 años en el Parque de Vacunación que se movió por diferentes sedes en la capital. Según sus propias palabras el cultivo y la fabricación de la vacuna eran un trabajo que no tenía complicaciones de ninguna clase. Primero cultivar las pústulas en las ubres de las terneras, luego tomar las costras y trabajar para esterilizarlas sin que perdieran su poder de inmunización. Y al final llevarlas a la glicerina para administrarlas. Durante sus años de trabajo Lleras Parra produjo dosis suficientes para vacunar a 37 millones de personas. Además de artesano era una especie de virtuoso cocinero, cuidando temperaturas, tiempos, rutinas, procesos: “En realidad, la técnica consiste en ponerle cariño al trabajo y en no descuidar una serie de detalles que, a primera vista parecen pueriles y tontos”.

En América Latina solo México logró producir la vacuna contra la viruela para no quedar a merced de los laboratorios extranjeros. En Colombia se demostró que el trabajo de un hombre, y de su familia que ayudaba en la producción, fue suficiente para lograr esa “soberanía inmunológica” que hoy tanto se extraña. Lo que comenzó en un establo terminó como una hazaña nacional que mereció la Cruz de Boyacá para su personaje principal. En 1979 se cerró el laboratorio Jorge Lleras Parra en Bogotá. La viruela era una historia de horrores pasados, había desaparecido del país y del planeta.

 

 

 

 

miércoles, 11 de agosto de 2021

Lavar es un placer

 




En el principio es el caos. En la poceta se levantan varias torres desiguales en tamaño, forma y color. Los platos pandos son la estructura más sólida, apilados entre ojos de grasa tienen algunos pisos dobles por el efecto de una cuchara o un tenedor entreverados que inclinan la torre a lado y lado. Los platos hondos están coronados por un agua entintada de repollo morado en el último piso, un poco de café en el sexto, un pegote de salsa de tomate en el quinto y así hasta completar la paleta de colores y sabores en el primer piso, al lado del desagüé donde las pepas variadas, las hilachas irreconocibles y las brasas de lechuga y pasta impiden la salida del agua. Los cubiertos están sumergidos en un balde con una sopa que recoge la culinaria de dos días largos mientras los vasos y las copas peligran sobre el mesón mostrando los cunchos para el remordimiento.

El conjunto es repulsivo y seductor. Las esponjillas dispuestas y el jabón mostrando su verde tóxico e implacable. Comienza la función poniendo orden al mugre, haciendo un inventario y abriendo espacio para disponer las virtudes de la limpieza. Al comienzo, el movimiento circular sobre los platos ayuda a mover los pensamientos reiterativos, esas ideas que vuelven y nunca se concretan, esos problemas sin solución. El jabón ablanda un poco los mecanismos del cerebro y parece que hay salidas, y hasta se alcanza a ver el espejismo de una genialidad. El trabajo rinde y ya hay una sección donde los pozos de grasa se llenan de burbujas iridiscentes. Los cubiertos entregan algún riesgo, sierras, puntas, filos, hacen obligatoria la concentración. Entonces es hora de dedicarle un tiempo al sonsonete en el radio, una canción vieja, una discusión atascada sobre fútbol o política. Y de fondo ese sentimiento delicioso de estar avanzando en la tarea, de perder el tiempo haciendo una labor invaluable, de haber emprendido un heroísmo doméstico.

Para los vasos y las copas es necesario cambiar de esponjilla y cuidar los gustos futuros de olores atrevidos. Ahora se trata de llegar hasta el fondo para sacar el limo del vino, el pegote de la cerveza, los colores del te en la jarra, la arena del café, los restos del vaso que bebió las aguas de un sartén. Surgen entonces los pensamientos turbios. Pero es necesaria la destreza para juagar rápido sin desperdiciar agua. De modo que no hay tiempo de rumiar miserias. Mientras se pone un elemento en la rejilla de secado se debe dejar otro bajo el chorro de la llave. Todo coordinado con una canción fácil que entrega el dial. Para terminar, los sartenes y las ollas olvidados en el fogón. Hora de la esponjilla contra las costras geológicas: la tarea titánica para el final, cuando duele un poco la espalda y no queda más que recordar alguna rabia agazapada.

Pronto todo toma un aire despejado. Es hermoso el encarrilamiento de los platos y el goteo de los vasos, la montaña de sartenes se ve magnífica y los cuchillos punta abajo nos hablan del fin de la batalla. El trapo sobre el mesón es tal vez la mayor delicia, una labor tan suave y sencilla entrega ese brillo definitivo. Y uno quiere llamar a los habitantes de la casa para que vean semejante obra. Pero a nadie le importa. Así que no queda más que entrar a la cocina una y otra vez a admirar el paisaje y vigilar que todo esté en su sitio ¿Por qué no contar cada pieza para tener claro el tamaño de la faena? Y luego dicen algunos descreídos que es mejor meter todo a un lavaplatos y atenerse al zumbido de sus aguas calientes y al vaho que sale al abrir su puerta ¿Y dejar que la máquina piense por uno?

Para el final es necesaria una cerveza como medalla de honor. Eso sí, hay que tomarla en botella para no entregar una nueva mancha, ni una sola. 



 

 


miércoles, 4 de agosto de 2021

Altos de la Peste

 





 

No se trata de un bando. No comparten muchas ideas más allá de una arraigada desconfianza. No son una secta y no tienen intenciones de ganar una batalla ni de imponer sus ideas. Solo tienen mayores posibilidades de portar y compartir un virus contagioso y mortal. Se alimentan de algunas mentiras comunes y de su desprecio por las mayorías que quieren imponerles el remedio contra el virus. Un desprecio mutuo que va llegando hasta el odio y las agresiones. El gobierno invoca el bien común para imponer el “tratamiento” y un poco más del 60% de los habitantes de la ciudad están de acuerdo con la exigencia de vacunarse: “No puede ser que la ignorancia y el individualismo de unos nos ponga en riesgo a todos”, es el argumento que se repite.

Los “pasaportes” obligatorios empezaron a pedirse en bares y discotecas, luego en oficinas públicas, en restaurantes y supermercados, más tarde en colegios y en algunos puestos de trabajo y, por último, en el transporte público. El carnet con nombre, cédula y constancia de vacunación cambió por un código QR en la parte anterior del brazo. “Un método sencillo y seguro”, reseña la prensa.

En los barrios del estrato 1 y 2 es donde menos gente se ha puesto la vacuna y el recelo contra las obligaciones del Estado y la “ciencia recién inventada” crece con el paso de los días: “De eso tan bueno no dan tanto”, dice los más desconfiados; “A mí esa maricada no me da”, repiten los más briosos; “Muchos se han muerto después de la vacuna”, susurran los descreídos. Algunos barrios se han convertido en reductos contra las exigencias profilácticas. Allá están sus propios supermercados, restaurantes, bares, iglesias…, y los rectores de los colegios son amigos de los padres antivacunas y los buseros son sobrinos. Es imposible un control real. Ese mundo informal y lejano a la ciudad oficial se ha ido consolidando, separando aún más: “Al fin y al cabo nosotros cuándo íbamos por allá, esa gante nunca se ha querido contagiar de pobreza”. Los barrios han comenzado a recibir visitas de algunos “forasteros” que no quieren vacunarse. La ciudad oficial reforzó fronteras pero al mismo tiempo los barrios sin agujas han tenido nuevos movimientos, clientes y negocios. “Nosotros qué hijueputas, somos la República Independiente de la Peste y tenemos hasta turismo estrato 4, 5 y 6”.

Las teorías conspirativas crecieron sustentadas por la vigilancia, algunos abusos, la exigencia de los datos en la muñeca, el anuncio de una tercera dosis. “Si ve, le dije que usted se pone la primera y esa gente ya no para”. En los barrios virales ha florecido la medicina alternativa, la gente incumple sus citas médicas y desatiende los dolores más tratables. El Estado amenaza con dejar de enviar subsidios a quienes no se vacunen. “Las ayudas estarán condicionadas a quienes atiendan la ciencia y el riesgo colectivo”, dicen las autoridades. Alguno recomiendan volver a las medidas pedagógicas y los incentivos pero la obligatoriedad ha marcado un punto de no retorno para lograr convencer a quienes decidieron no vacunarse. Hay familias divididas en los barrios con mayor porcentaje de “sin vacunas”: hijos que terminaron huyendo de la intransigencia de los padres por exigencias de su trabajo. No se contratan gente de barrios no confiables. No queda más que llevarles la “remesa” y visitarlos de lejitos.

Altos de la peste, Villa Covid, Plaza Contagio son los nombres que han comenzado a sonar en chistes y memes. Incluso algunos buseros los ponen en el letrero tras el parabrisas. El virus sigue subiendo y bajando, el miedo se mantiene y las medidas han creado un nuevo mapa de segregación.