miércoles, 23 de marzo de 2011

Vista a la cárcel





En la noche, desde la otra orilla del valle, la cárcel es apenas un resplandor que sugiere el reverbero propio de los estadios. Los reflectores aparecieron sin aviso, hace unos meses, sobre una montaña del occidente. Una nueva marca para el paisaje de la ciudad, un faro visible desde casi todas las esquinas. Muy pocos saben que ese brillo inesperado nos es más que un foso gigantesco.
Los domingos en la mañana, en las orillas de la cárcel, se forma un día de campo bastante particular. Al lado de la vieja carretera al mar, convertida en un cementerio de quintas de decadentes, un ciclovía que conduce a El Boquerón y una pista despejada para los choferes primerizos, se levantan los ventorrillos debajo de una hilera de eucaliptos. Las ollas con las empanadas, la modesta parrilla de los chuzos, las frutas, las bolsas de mecato. Una romería de mujeres se sienta en los bancos improvisados y en las piedras a la espera de la hora de visita. El ciclista que sube desprevenido se concentra en esa luminosa escena campestre: a espaldas de la cárcel el picnic parece envidiable, un sencillo convite al aire libre o el bazar de una escuela de monjas. Pero es solo una estación obligada antes de atravesar las puertas que custodia el INPEC.
La cárcel de El Pedregal marca un límite entre los últimos refugios urbanos en el corregimiento de San Cristóbal y las primeras huertas campesinas con vista a la ciudad. Se levanta sobre la montaña más verde y menos pendiente del valle. Hasta hace unos años Medellín miró con reverencia una colección de letras en otra de sus pendientes: COLTEJER, decía el aviso luminoso sobre un fondo negro hasta el que poco a poco llegaron los bombillos de los ranchos. Esas señales en la oscuridad de las montañas alientan siempre a la imaginación: el citadino se asoma a la ventana de su casa y la pequeña constelación a lo lejos le permite hacerse una idea de ese paisaje oscuro, ubicar las garitas y las ventanas estrechas de las celdas, reconstruir la carretera que bordea la cárcel.
A finales del año pasado seis presos se fugaron de El Pedregal. Durante el domingo de visitas lograron saltar las seis mallas de seguridad usando sus cobijas para protegerse de las serpentinas de acero que son el último obstáculo. A las cinco de la tarde ya estaban caminando por el bosque que rodea la cárcel y en la noche del lunes ya miraban desde la montaña del frente, en el La Sierra, su escondite, las luces que encandilan en los alrededores de San Cristóbal.
También La Ladera fue en su momento una de las garitas de la ciudad. Encumbrada en una colina cercana era una especie de advertencia permanente. Y el nombre de Bellavista, construida en otra montaña al occidente, en el municipio de Bello, no puede ser más que un cinismo para agraviar a los condenados. Como si fuera poco algunos vecinos decidieron llamar unidad residencial El Paraíso a sus viviendas cercanas.
Será posible desde las noches largas de El Pedregal identificar algún referente en la ciudad, buscarán los presos algo que identifique sus barrios en el centro resplandeciente, en la cuadrícula que se intuye en las lomas del frente, en la ladera iluminada que desemboca en el manchón que deja el Cerro El Volador. Para quienes miramos desde afuera, la geografía nocturna de la ciudad cambió desde que los reflectores de El Pedregal se prenden todos los días a las seis de la tarde. Y mirarlos se puede convertir en una especie de peregrinaje.

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