martes, 29 de enero de 2013

Arrebato público





A comienzos de la década del sesenta la EDIS tenía 1677 trabajadores, unos a sueldo y otros a jornal que ganaban según las horas de trabajo. La nómina no era para nada despreciable y en las planillas laborales estaba anotada la recomendación política que había llevado a cada barrendero y a cada zorrero. Los gerentes eran invitados fugaces a un directorio con canecas y escobas. Entre 1959 y 1984 la EDIS tuvo 20 gerentes. Cuando las empresas públicas necesitaron capital para actualizar sus tecnologías y atender el crecimiento de la ciudad, la EDIS encontró fondos con bancos  oficiales que no le exigieron organizar su estructura ni desmontar los esquemas clientelistas. De modo que la comodidad y la inercia siguieron haciendo su labor de descomposición. En 20 años Bogotá triplico sus residuos y la empresa creció en nómina mientras se hacía cada vez más rígida por medio de una camisa de fuerza sindical. Según algunos estudios la compra de camiones que resultaron desechables en la década del ochenta y la inversión que implicó adecuar el relleno de Doña Juana acabaron de sepultar a la EDIS.
Esa pequeña historia justifica los temores actuales sobre la empresa distrital que el alcalde Petro ha creado a los trancazos. Una certeza ideológica, por no decir una tara, lo lleva a pensar que las estructuras públicas sirven a la gente de manera amplia, desinteresada y eficiente mientras las empresas privadas son solo clanes mafiosos y cicateros empeñados en engañar a los ciudadanos. Tal vez valga la pena mirar algunos datos sobre las Empresas Varias de Medellín, señaladas como ejemplo público en la recolección de basura, para intentar un punto medio en esta pelea llevada a los extremos.
Lo primero es decir que los funcionarios públicos de Medellín sueltan frases parecidas a las que ha dicho Petro con su estridencia acostumbrada. "Cuando hay capital privado solo se busca la plata. Nosotros manejamos los problemas del aseo y generamos mejores condiciones de vida. Eso lo hacemos porque nuestro ideal no es económico sino de prestación de servicio". No habla Guillermo Asprilla ni Diego Bravo, es solo Javier Ignacio Hurtado, gerente de Empresas Varias, que muy seguramente deber ser rojo, rojito, pero de los de trapo y bandera liberal. Sin embargo, la empresa que dirige tiene sus problemas de balance así los camiones estén lustrosos.
En los últimos años Empresas Varias ha salvado sus números gracias a que el municipio de Medellín sostiene parte de la carga prestacional. Medellín tiene tarifas más baratas que Bogotá y puede presumir de la opinión del 88% de los ciudadanos que dicen estar satisfechos con el servicio. Pero el municipio paga por eso con plata de otros impuestos o de la caja de EPM. Los últimos informes hablan de evitar que la empresa se vea abocada a la liquidación y de la necesidad de vender algunos activos. Tal vez EPM piensa comprarla bajo la lógica de que si ya se lleva parte de sus utilidades bien vale manejarla directamente. La paradoja de Empresas Varias es que funciona bien pero renta mal. Situación que podría ser mejor que la de algunas privadas que funcionan mal y rentan bien.
Lo que pasó en Bogotá, sin excusar los problemas y la improvisación, puede tener el valor de encontrar un rasero para medir a los concesionarios privados que habían construido una fortaleza donde ellos mismos facturaban, liquidaban las ganancias, evaluaban y se felicitaban al final de año. Es posible que todo el despelote vivido sirva para tener herramientas que permitan elaborar una licitación justa. No es hora de los veredictos finales. 

martes, 22 de enero de 2013

Insurgencia electoral


 





Desde la década del ochenta las Farc han aprendido que los calendarios electorales marcan los tiempos de la guerra y la paz. Entiéndase de la guerra y la expectativa de la paz. Poco a poco, sin necesidad de votar y reiterando su desprecio por la democracia colombiana, el grupo guerrillero se ha convertido en una especie de fórmula presidencial, bien sea por atracción y negociaciones o por repulsión y declaratoria de guerra a muerte. Pasó en menor medida con el salto de las picanas de Turbay a las palomas de Belisario, dramáticamente con la foto de Marulanda y Pastrana, e inevitablemente en la indignación temerosa y desesperada que llevó a la elección de Uribe. Ahora, una buena porción de la reelección de Santos se juega en La Habana y Marcos Calarcá, negociador parsimonioso, ha comenzado a adornar el escenario conocido: “No podemos permitir que los afanes electorales del gobernante de turno primen sobre el interés de todos los colombianos; poner plazos perentorios no solo no es realista, es una actitud criminal”.
La paradoja de todo esto es que según algunos indicadores sobre seguridad en 2012, Las Farc tendrían más influencia en la política que en la guerra misma. Y aquí es necesario entender guerra no como conflicto entre el Estado y guerrilla, sino como la violencia producida por el crimen organizado. La Corporación Arco Iris calculó hace unos días en cerca de 800 las muertes que se produjeron el año anterior en medio del conflicto con las Farc. La Policía, por su parte, ha hablado de casi de 2500 asesinatos relacionados con las Bandas Criminales en 2012. Pero no son solo los homicidios, cerca del 40% de las alertas tempranas de la Defensoría el año pasado tuvieron como amenaza a las franquicias de Urabeños, Rastrojos, La Oficina, La Empresa y demás. Hace 6 meses el Ministro de Defensa dijo que el 70% de las acciones guerrilleras se concentran en 37 municipios donde vive el 4.6% de la población. Han pasado dos días del rompimiento de la tregua unilateral y las Farc muestran su poder contra estaciones de policía en Cauca, Nariño y Norte de Santander, los rieles del tren carbonero en la Guajira, las torres de energía en el Putumayo, los soldados en Ituango y el oleoducto Transandino cerca a Orito.
Las cifras y los partes del conflicto con las Farc nos muestran que de algún modo la guerra está en otra parte. Mientas las bandas criminales libran las luchas regionales que desangran municipios en el Valle del Cauca, incendian la Costa Pacífica, desplazan en el Chocó y desatan las batallas barriales en Medellín; las Farc se dedican a pelear contra un tubo, las torres de energía, lanzar pipetas contra estaciones de policía y fortalecer sus alianzas con los traficantes en sus viejos refugios cocaleros. La Fundación Ideas para la Paz ha dicho que en las zonas de cultivo hay relativa tranquilidad por el acuerdo entre bandas y guerrilla mientras en las ciudades se pelea por las “plazas”. Todo esto hace pensar en que una desmovilización parcial de la guerrilla, como la que imagina mucha gente, traería un refuerzo en hombres e integración para muchas de las bandas criminales.  Tendríamos, entonces, un nutrido grupo de mercenarios con experiencia, ex paras y ex guerrillos, peleando por la plata del narcotráfico, la minería ilegal y las extorsiones. Don Berna sería el modelo de ese combatiente untado de política, tres bandos y coca.
De modo que las Farc pueden decidir quién gana las elecciones, pero han perdido mucho a la hora de ofrecer la paz. Una cosa es el cese de comunicados y otra nuestras posibilidades de tranquilidad.




martes, 15 de enero de 2013

Censura y tutelaje








La censura es odiosa cuando encarna una especie de superioridad protectora por parte de una minoría iluminada. Con cara de repugnancia los censores les dicen a sus ahijados que ellos probaron el horrible y peligroso cocido, y es seguro que no podría ser asimilado por el público en general. La amenaza es el riesgo de una epidemia social o cultural. Los censores suelen ver venenos donde hay menjurjes coloridos. La censura es apenas torpe y frívola cuando se propone como una especie de purga para no degenerar los gustos establecidos con tanto trabajo. En ese caso se trata de estilistas, casi siempre sentados alrededor de una mesa ovalada, que pretenden cerrar la puerta a manifestaciones degeneradas. Se trata de mantener cierta pureza. La censura es simple fanatismo cuando se pone la sacralidad de una historia oficial o de un credo aleccionador como un friso sobre el cual no se pueden construir historietas burlonas o vulgares. Ahora se invocan los sentimientos personales, la veneración de un relato, como obligación universal. Una bendición urbi et orbi.
Pero resulta que nuestros jueces de tutela son siempre innovadores, y tan celosos en la protección de los derechos individuales, que muchas veces terminan atropellando a la sociedad por satisfacer un capricho personal. Colombia inauguró hace poco una nueva forma de censura con la decisión de un juez penal municipal de Bogotá de prohibir la transmisión, distribución y promoción de la película Operación E. Según Clara Rojas, accionante de la tutela, la cinta viola el derecho a la intimidad y al libre desarrollo de la personalidad de su hijo Emmanuel. La película cuenta la historia del campesino que cuidó a Emmanuel durante parte de su secuestro a manos de las Farc. Pero a Rojas no le gustó la versión del director franco español. Ni le gustó el 1% de la taquilla en Colombia que le ofrecieron. Ella siente que tiene los derechos reservados de su historia y nadie más puede intentar un relato sin su guía o consentimiento. No importa que se trate de un relato de ficción basado en hechos reales. Según la lógica del juez penal los libros de secuestrados, el último gran boom de nuestra literatura, tienen una especie de monopolio natural sobre las historias que marcaron buena parte de la política y la guerra en Colombia durante años ¿La conmiseración nos obliga a ver solo la versión de las víctimas? ¿Debe esperar todo el país a que Emmanuel cumpla 18 años para poder ver la versión basada en el testimonio del campesino que lo cuidó durante siete meses?
En casos periodísticos, donde el control y el celo de veracidad son mucho más fuertes, la Corte Constitucional  ha reiterado la prohibición de imponer censura previa, incluso para los funcionarios de la rama judicial. “En este sentido, se ha entendido que la única excepción parcial a esta regla, consiste en el sometimiento de espectáculos públicos a clasificaciones “con el exclusivo objeto de regular el acceso a ellos para la protección moral de la infancia y la adolescencia”. Pero a muchos jueces les sienta mal la toga, ese simbolismo empolvado los llena de recelos y poder, y terminan enfebrecidos con una causa, con un anhelo justiciero que los hace sentirse sublimes cuando en realidad están defendiendo el porcentaje de ganancia del personaje de una historia, más el futuro económico que el pasado sentimental y sus derechos.


martes, 8 de enero de 2013

El enfermo augusto





Los restos de Simón Bolívar, examinados hace poco por forenses venezolanos en busca del veneno de una conspiración, no han podido ser trasladados al mausoleo que Hugo Chávez ordenó construir en 2010. Los huesos del Libertador siguen en el panteón nacional en Caracas y ahora parece difícil que Chávez pueda cargarlos hasta su descanso definitivo en una nueva caja de madera y oro. El envenenamiento se desmintió luego de la escena entre necrológica y partidista: un nódulo calcificado, una “pequeña avellana” según el médico francés que en su momento se ocupó de los últimos cuidados y la autopsia del Bolívar, sirve como prueba de la vieja tuberculosis que aprendimos a culpar desde el colegio. La formación calcárea se exhibe en el Museo Bolivariano como una especie de perla podrida.
Ahora que los maledicentes han comenzado a decir que el Presidente Chávez levantó una escultura de 50 metros y 80 millones de dólares para acostarse junto a su “padre espiritual”, bien vale la pena revisar los últimos días del libertador según las palabras de Alejandro Prospero Reverend, el médico francés encargado de cuidar su enfermedad en Santa Marta. Un pequeño libro editado en París en 1866 relata las dolencias, las esperanzas y los delirios de Bolívar en sus últimos viajes entre la cama y la hamaca. En unos años tal vez veamos un librito parecido sobre los últimos días de Chávez escrito por algún disidente cubano encargado en la misión muy personal de conseguir unos dólares.
Bolívar llegó a Santa Marta cargado en una silla de manos, con su cuerpo muy flaco y extenuado y una “inquietud constante en su ánimo”. Un elixir pectoral compuesto en Barranquilla fue el primer remedio que recibió. Como todos los poderosos era un paciente quisquilloso y descreído. El Libertador se trataba así mismo según los dictámenes de un libro de higiene que cargaba siempre, y arrugaba la nariz frente a los preparados de su último médico: “Usted huele a hospital; sus vestidos parece que estén infectados de los miasmas que exhalan los enfermos”, le decía sin reverencias al Doctor Reverend. Las dolencias avivan siempre la paranoia y los desengaños personales. Cinco generales rondaban permanentemente el cuarto del libertador, una romería de sombras pasaba frente a su cama esperando un último favor. La escena se repite frente a la cama de Chávez en Cuba. Por ahora no podemos verla pero sus palabras en las noches malas deben acercarse a las de Bolívar y sus fiebres: “Vámonos, vmonos…esta gente no nos quiere en esta tierra…Vamos muchachos, lleven mi equipaje a bordo de la fragata”.
Cuando llegó el cura humilde de la aldea Mamatoco hasta su lecho de enfermo, acompañado de acólitos deslucidos y un séquito de indígenas, el Libertador dejó caer su incredulidad, porque la muerte es una extraña hasta los últimos minutos: “Qué es esto, estaré tan malo para que se me hable de testamento y confesarme”. Luego, una frase definitiva y un título futuro: “¡Cómo saldré yo de este laberinto!”. En la cama del moribundo todos los propósitos son imposibles. Bolívar, al igual que su émulo del siglo XXI, pedía más o menos lo mismo frente al desfile de intereses: “Ojalá yo pudiera llevar conmigo el consuelo de que permanezcan unidos”. Así como todos usaban su caballo durante la estadía final en Santa Marta: el médico, los generales, los ayudantes; años después todos usan sus huesos para adornar “santas” causas personales. Pronto los huesos de Chávez estarán en urnas no propiamente fúnebres.



miércoles, 2 de enero de 2013

Turista-expedicionario





Abandonar la ciudad implica siempre una venganza contra sus comedimientos y sus melindres. El viajero, no importa que acelere desde su cabina con aire acondicionado, exhibe un orgullo de expedicionario y una suficiencia que lo lleva a señalar como hitos de la ruta las simples paradas a estirar las piernas. Ahora se siente dispuesto a soportar espectáculos y trajines que en los días de rutina serían seña de irracionalidad. En los barrios de las afueras mira con desprecio los últimos templos de la conmiseración que se ha instalado entre hombres y animales: tiendas de mascotas, acuarios, señales que ordenan reducir la velocidad por el paso de las ardillas.

Cerca del matadero aparece la primera imagen para su ánimo tosco y su sed de estampas sañudas. Un hombre lleva sobre su hombro derecho un marrano blanco que cuelga cabeza abajo y deja ver su panza abierta, sanguinolenta. El cerdo parece un inmenso jabón blanco, una bola de cebo lustrosa coronada por una careta inexpresiva. El retrovisor entrega la imagen enmarcada y el viajero deja ver sus colmillos en una sonrisa.

En la carretera se dedica a buscar las señales de su ruta personal: un altar a la virgen y San José en una cabina de camión, un lavadero de tractomulas sombreado por árboles felpudos y con posibilidad de orinar sobre el Cauca, una curva con memorias de un drama personal. Cada vez siente más predisposición a los “horrores” de la carretera. No se contenta con los perros destripados en las cunetas. Luego de una curva aparecen tres cueros de vaca templados con estacas, secándose al sol. La escena tiene visos de tortura. El nuevo expedicionario se detiene, se deleita: es hermoso cuando el pellejo puede ser tapete. Imagina el filo del cuchillo separando con cuidado ese velo blanco que hay entre la carne y la cáscara.

El sobresalto de una noticia reciente hace retroceder la valentía del viajero. Vereda San Isidro, dice el letrero sencillo sobre la vía, nada parece manchar esa tranquila indicación. La proliferación de árboles de tomate de árbol recuerda la foto de una masacre todavía fresca. Las vacas dejan las huellas de sus panzas sobre la hierba de los potreros, pero  la imagen de los noticieros termina por ensuciarlo todo. Ya en tierra caliente aparece una matazón de gallinas que vuelve a encarrilar el viaje. El hombre encargado de arreglarlas las ha colgado sobre una vara y se ocupa de desplumarlas. Abajo está el cesto con la basura que sueltan las gallinas muertas. Son al menos diez, las primeras ya muestran esa forma ridícula que solo luce en las ollas. Las demás esperan su turno, desentendidas. Luego llegan los corrales de piscos a la orilla de la vía. Un letrero indica el precio y los dueños hacen aspavientos con un trapo. Bastaría parar, señalar uno y ver cómo le tuercen el pescuezo. Pero es más fácil ver las víctimas de ese patíbulo desde la ventanilla.

Al final, una varada obliga a nuevos sobresaltos. El tramo definitivo termina a manos de guías que saben de sobra los verdaderos dramas de la zona. Hablan de fosas y motosierras, señalan iglesias a medio hacer con la plata de los asesinos. Ya es de noche y el viajero comienza a extrañar la ciudad. O al menos su sucedáneo en la playa. Ya está de nuevo entre los suyos: Sugar, una perra con el nombre grabado en un corazón que cuelga de su cuello, le da la bienvenida. Ha terminado el viaje, ha comenzado el paseo.