martes, 8 de enero de 2013

El enfermo augusto





Los restos de Simón Bolívar, examinados hace poco por forenses venezolanos en busca del veneno de una conspiración, no han podido ser trasladados al mausoleo que Hugo Chávez ordenó construir en 2010. Los huesos del Libertador siguen en el panteón nacional en Caracas y ahora parece difícil que Chávez pueda cargarlos hasta su descanso definitivo en una nueva caja de madera y oro. El envenenamiento se desmintió luego de la escena entre necrológica y partidista: un nódulo calcificado, una “pequeña avellana” según el médico francés que en su momento se ocupó de los últimos cuidados y la autopsia del Bolívar, sirve como prueba de la vieja tuberculosis que aprendimos a culpar desde el colegio. La formación calcárea se exhibe en el Museo Bolivariano como una especie de perla podrida.
Ahora que los maledicentes han comenzado a decir que el Presidente Chávez levantó una escultura de 50 metros y 80 millones de dólares para acostarse junto a su “padre espiritual”, bien vale la pena revisar los últimos días del libertador según las palabras de Alejandro Prospero Reverend, el médico francés encargado de cuidar su enfermedad en Santa Marta. Un pequeño libro editado en París en 1866 relata las dolencias, las esperanzas y los delirios de Bolívar en sus últimos viajes entre la cama y la hamaca. En unos años tal vez veamos un librito parecido sobre los últimos días de Chávez escrito por algún disidente cubano encargado en la misión muy personal de conseguir unos dólares.
Bolívar llegó a Santa Marta cargado en una silla de manos, con su cuerpo muy flaco y extenuado y una “inquietud constante en su ánimo”. Un elixir pectoral compuesto en Barranquilla fue el primer remedio que recibió. Como todos los poderosos era un paciente quisquilloso y descreído. El Libertador se trataba así mismo según los dictámenes de un libro de higiene que cargaba siempre, y arrugaba la nariz frente a los preparados de su último médico: “Usted huele a hospital; sus vestidos parece que estén infectados de los miasmas que exhalan los enfermos”, le decía sin reverencias al Doctor Reverend. Las dolencias avivan siempre la paranoia y los desengaños personales. Cinco generales rondaban permanentemente el cuarto del libertador, una romería de sombras pasaba frente a su cama esperando un último favor. La escena se repite frente a la cama de Chávez en Cuba. Por ahora no podemos verla pero sus palabras en las noches malas deben acercarse a las de Bolívar y sus fiebres: “Vámonos, vmonos…esta gente no nos quiere en esta tierra…Vamos muchachos, lleven mi equipaje a bordo de la fragata”.
Cuando llegó el cura humilde de la aldea Mamatoco hasta su lecho de enfermo, acompañado de acólitos deslucidos y un séquito de indígenas, el Libertador dejó caer su incredulidad, porque la muerte es una extraña hasta los últimos minutos: “Qué es esto, estaré tan malo para que se me hable de testamento y confesarme”. Luego, una frase definitiva y un título futuro: “¡Cómo saldré yo de este laberinto!”. En la cama del moribundo todos los propósitos son imposibles. Bolívar, al igual que su émulo del siglo XXI, pedía más o menos lo mismo frente al desfile de intereses: “Ojalá yo pudiera llevar conmigo el consuelo de que permanezcan unidos”. Así como todos usaban su caballo durante la estadía final en Santa Marta: el médico, los generales, los ayudantes; años después todos usan sus huesos para adornar “santas” causas personales. Pronto los huesos de Chávez estarán en urnas no propiamente fúnebres.



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