Los restos de Simón Bolívar, examinados hace poco por forenses
venezolanos en busca del veneno de una conspiración, no han podido ser
trasladados al mausoleo que Hugo Chávez ordenó construir en 2010. Los huesos
del Libertador siguen en el panteón nacional en Caracas y ahora parece difícil
que Chávez pueda cargarlos hasta su descanso definitivo en una nueva caja de
madera y oro. El envenenamiento se desmintió luego de la escena entre necrológica
y partidista: un nódulo calcificado, una “pequeña avellana” según el médico
francés que en su momento se ocupó de los últimos cuidados y la autopsia del
Bolívar, sirve como prueba de la vieja tuberculosis que aprendimos a culpar
desde el colegio. La formación calcárea se exhibe en el Museo Bolivariano como
una especie de perla podrida.
Ahora que los maledicentes han comenzado a decir que el Presidente Chávez
levantó una escultura de 50 metros y 80 millones de dólares para acostarse
junto a su “padre espiritual”, bien vale la pena revisar los últimos días del
libertador según las palabras de Alejandro Prospero Reverend, el médico francés
encargado de cuidar su enfermedad en Santa Marta. Un pequeño libro editado en
París en 1866 relata las dolencias, las esperanzas y los delirios de Bolívar en
sus últimos viajes entre la cama y la hamaca. En unos años tal vez veamos un
librito parecido sobre los últimos días de Chávez escrito por algún disidente
cubano encargado en la misión muy personal de conseguir unos dólares.
Bolívar llegó a Santa Marta cargado en una silla de manos, con su cuerpo
muy flaco y extenuado y una “inquietud constante en su ánimo”. Un elixir
pectoral compuesto en Barranquilla fue el primer remedio que recibió. Como
todos los poderosos era un paciente quisquilloso y descreído. El Libertador se
trataba así mismo según los dictámenes de un libro de higiene que cargaba
siempre, y arrugaba la nariz frente a los preparados de su último médico: “Usted
huele a hospital; sus vestidos parece que estén infectados de los miasmas que
exhalan los enfermos”, le decía sin reverencias al Doctor Reverend. Las
dolencias avivan siempre la paranoia y los desengaños personales. Cinco
generales rondaban permanentemente el cuarto del libertador, una romería de
sombras pasaba frente a su cama esperando un último favor. La escena se repite
frente a la cama de Chávez en Cuba. Por ahora no podemos verla pero sus
palabras en las noches malas deben acercarse a las de Bolívar y sus fiebres:
“Vámonos, vmonos…esta gente no nos quiere en esta tierra…Vamos muchachos, lleven
mi equipaje a bordo de la fragata”.
Cuando llegó el cura humilde de la aldea Mamatoco hasta su lecho de
enfermo, acompañado de acólitos deslucidos y un séquito de indígenas, el
Libertador dejó caer su incredulidad, porque la muerte es una extraña hasta los
últimos minutos: “Qué es esto, estaré tan malo para que se me hable de
testamento y confesarme”. Luego, una frase definitiva y un título futuro: “¡Cómo
saldré yo de este laberinto!”. En la cama del moribundo todos los propósitos
son imposibles. Bolívar, al igual que su émulo del siglo XXI, pedía más o menos
lo mismo frente al desfile de intereses: “Ojalá yo pudiera llevar conmigo el
consuelo de que permanezcan unidos”. Así como todos usaban su caballo durante la
estadía final en Santa Marta: el médico, los generales, los ayudantes; años
después todos usan sus huesos para adornar “santas” causas personales. Pronto
los huesos de Chávez estarán en urnas no propiamente fúnebres.
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